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7 Obispos mártires de la Iglesia Greco-Católica de Rumanía

Hay noches que son más oscuras que otras, noches que parecen más oscuras y largas y en las que nos sentimos más solos. Fue una noche como esa la del 28 y 29 de octubre de 1948, cuando muchos fueron sacados de sus casas y encarcelados en la prisión de Sighet. En su mayoría eran religiosos o fieles profesos, incluidos los 7 nuevos beatos de hoy, en aquel momento obispos de la Iglesia greco-católica de Rumania. El arzobispo Vasile Aftenie, obispo de Ulpiana y auxiliar de la Archieparquía de Alba Iulia y Fagaras; monseñor Valeriu Traian Frentiu, obispo de Oradea; monseñor Ioan Suciu, administrador apostólico de la Archieparquía de Alba Iulia y Fagaras; monseñor Tit Liviu Chinezu, obispo auxiliar de la Archieparquía de Alba Iulia y Fagaras; monseñor Ioan Balan, obispo de Lugoj; monseñor Alexandru Rusu, obispo de Maramures; monseñor Iuliu Hossu, obispo de Cluj Gherla, cardenal.

Las estrellas de su martirio, sin embargo, brillan con una luz poderosa, capaz de iluminar nuestro camino hacia el Cielo y el de toda la Iglesia. "En aquel entonces -explica el Card. Angelo Becciu, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos- se pensaba que todo había terminado, pero hoy se demuestra que no es así. Se renueva la lógica del misterio pascual: Jesús, derrotado, una vez resucitado se convierte en salvación para la humanidad".

Al final de la Segunda Guerra Mundial, Rumanía se convierte en un estado comunista en la órbita del Pacto de Varsovia. Con la abdicación del rey y el establecimiento de la República Popular Rumana, entre 1947 y 1948, se instauró un régimen "satélite" del de Moscú, durante el cual -más de 40 años- se llevó a cabo la persecución anticatólica más sangrienta de todo el siglo veinte.

"La Iglesia greco-católica es una iglesia de rito oriental pero en comunión con la Iglesia de Roma y por lo tanto con el Papa -explica el cardenal- el Papa era visto por los comunistas como un representante del imperialismo y sus palabras y acciones como la injerencia de una potencia extranjera en la soberanía nacional". Como en una escalada de horror, la persecución se desarrolló en tres etapas: el intento de persuasión, el arresto, la eliminación de los religiosos. Se pidió a los sacerdotes y obispos pertenecientes a la Iglesia greco-católica que rompieran con la Santa Sede; se les ofrecieron puestos dentro de la Iglesia Ortodoxa.

El comunismo rumano quería construir "el hombre nuevo", que no necesitaba a nadie, ni siquiera a Dios, pero los hombres nuevos en Rumanía eran realmente hombres de Dios, incluidos los siete nuevos beatos. "El martirio es la semilla de la conversión -añade el cardenal-, incluso Jesús dijo que si la semilla no muere, no da fruto". Ya en 1999 san Juan Pablo II, en su discurso a los obispos rumanos durante su viaje a Rumanía el 7 de mayo de 1999, había definido a estos nuevos beatos: "Ilustres figuras de discípulos de Cristo víctimas de un régimen que, hostil a Dios por el su ateísmo, pisoteó incluso al hombre, hecho a imagen de Dios".

Los siete fueron encarcelados y torturados; solo tres de ellos murieron en un campo de concentración. "¡Nuestra fe es nuestra vida!", respondieron cuando se les pidió que renunciaran y negaran su fidelidad al Papa. Vasile Aftenie era profesor de teología en Blaj; Valeriu Frentiu fue muy activo en el apostolado; Ioan Suciu, el más joven, publicó una excelente versión del catecismo para jóvenes; Tit Liviu Chinezu era capellán en escuelas; Ioan Balan estaba en la comisión para la codificación de la ley en las Iglesias Orientales; Alexandru Rusu fue editor del periódico cristiano "Unirea". Y luego estaba Iuliu Hossu, un símbolo de la lucha contra el ateísmo en la clandestinidad.

Es quizás la figura más conocida entre los 7 nuevos Beatos: Iuliu Hossu fue capellán militar durante la Gran Guerra, luego nombrado obispo de Gherla. Famoso por su compromiso pastoral con Transilvania, fue arrestado junto con los demás por odio a la fe católica. Después de su primera liberación de la prisión de Sighet, continuó exhortando a los fieles a profesar su fe con valentía y trató de reorganizar, aunque en secreto, las estructuras suprimidas de la Iglesia Católica. Obligado por las autoridades a una prisión domiciliaria forzosa, su historia llegó a oídos de Pablo VI, quien en 1969 lo nombró cardenal "in pectore" (cuando las circunstancias no permiten al Papa publicar el nombre de un nuevo cardenal lleva su nombre "en el corazón"). De hecho, era una oportunidad para que Hossu abandonara un país muy peligroso para él y se refugiara en Roma, pero se negó para permanecer cerca de su pueblo. Sus últimas palabras antes de morir, en 1970, probadas por los acontecimientos, fueron para el obispo Todea: "Mi lucha termina, la tuya continúa".

De la biografía leída en la beatificación.