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Beata María Asunta Pallotta, virgen

7 de abril

María Asunción Pallotta nació el 20 de agosto de 1878, en Force (Ascoli Piceno), en la Marca de Ancona. Fue la mayor de cinco hermanos. Durante su juventud, dócil y piadosa, aprendió a leer y a escribir. Muy pronto debió trabajar para ayudar a sus padres, obligados a mudarse para cultivar un pequeño terreno en Castel di Croce. Al principió trabajaba al igual que un hombre, durante toda la jornada, en obras de albañilería, en el acarreo de ladrillos, piedras y cemento. Afortunadamente, un buen hombre que era el sastre del pueblo, le propuso emplearla, y sus padres estuvieron contentos al verla ejercer un oficio menos penoso. Madurada rápidamente por una vida tan austera, María Asunción mostró una piedad poco común. Sus actitud en el pueblo causaba la admiración de todos. Ayunaba tres veces por semana, llevaba un cilicio y metía piedras en su cama. Ninguno se asombró de su deseo de ingresar a la vida religiosa; pero, tan pobre y abandonada como estaba, no sabía a dónde ir. Un prelado romano, Monseñor Canestrari, vino a Force durante el verano de 1897, la encontró y, después de asegurarse de la firmeza de su vocación, obtuvo su admisión en la casa de las Misioneras Franciscanas de María, «a título de caridad», ya que María Asunción no estaba en condiciones de conseguir una dote, ni siquiera el ajuar necesario.

Entró al convento el 5 de mayo de 1898 y, después del postulantado, durante el cual conquistó a todo mundo por su sencillez encantadora, recibió el hábito religioso, sin renunciar a su bonito nombre de María Asunción. Hizo el noviciado en Grottaferrata. Poco instruida, fue sobre todo empleada en trabajos manuales, como el de lavar y planchar, o cuidar de los animales; pero ya desde entonces, su exactitud y su amor por la regla eran legendarios. Pronunció sus primeros votos en Roma, el 8 de diciembre de 1900. A los dos años fue enviada a Florencia, donde estuvo empleada en los trabajos humildes de la casa: lavado, planchado, jardinería, aseo y el cargo de cuidar a los enfermos y conducir a los niños al catecismo. Era admirable su actividad entusiasta y su actitud siempre sonriente.

El l de enero de 1904, escribió a la madre general: «... Quiero pedirle que se acuerde de mí, cuando haya una tarea, particularmente si es para el cuidado de los leprosos ...» Pronunció sus votos perpetuos, en Florencia, el 13 de febrero de 1904 y recibió su destino para China. Después de una corta estancia en Roma, partió el 9 de marzo, en una travesía de cerca de tres meses, que debía conducirla a la misión de Chang-Si, donde, cuatro años antes, siete religiosas de la congregación habían sufrido el martirio. Designada para la casa de Tong-Eul-Keou, fue encargada de la cocina, con la ayuda de una nativa, de quien debía, al mismo tiempo, aprender el idioma. Su gran sufrimiento fue, precisamente, no poder darse a entender. Decía que, en estas condiciones, jamás le sería posible ejercer la menor acción sobre las almas. Esta inquietud no fue, sin duda, extraña a la crisis de decaimiento y de escrúpulos que, durante un tiempo, le hicieron perder su habitual sonrisa. Pensando que era infiel a su vocación, había pedido aumentar sus mortificaciones corporales y ayunar a pan y agua; pero sus superioras rehusaron, temerosas por su salud. La crisis no fue de larga duración. Volvió a encontrar su natural alegría y continuó con la vida eficaz y activa que buscaba siempre.

Después de un crudo invierno, el tifus apareció a mediados de febrero de 1905. El mal, relativamente poco peligroso para los chinos, más o menos inmunizados por su naturaleza, era muy grave para los europeos, sobre todo para aquellos que, recientemente llegados, no estaban habituados todavía al clima. Fueron atacadas las hermanas más jóvenes, y una de ellas murió el 10 de marzo. La hermana María Asunción parecía mejorar y se pensaba que sanaría pronto. Cuando pidió la extremaunción, el confesor y el médico, sin ver la urgencia, consintieron en satisfacerla para darle tranquilidad. Su estado parecía mejorar todavía y las hermanas le hacían bromas diciéndole que el buen Dios no la quería consigo; pero pronto fue presa de una fuerte fiebre, acompañada de un violento delirio y de crueles sufrimientos. Esta terrible crisis duró una semana larga. Cuando la enferma volvió en sí, pidió la confesión y la comunión. Recibió la absolución, pero como no podía tragar, fue imposible darle la comunión. Esto la apenó sobremanera y no pareció consolarse. Repetía, en chino: «Eucaristía ... , Eucaristía ...» Estas fueron sus últimas palabras. La dolorosa y larga agonía comenzó: no pudo hablar más; sonreía únicamente a las hermanas.

En la tarde del 7 de abril de 1905, los presentes percibieron un misterioso perfume, «olor delicioso, como aroma de incienso, de rosas y violetas», escribió la superiora. Todos se miraban conmovidos. La hermana María Asunción expiró dulcemente. El misterioso perfume desapareció al punto; pero no tardó en surgir de nuevo. Los chinos se apresuraron a acudir para aspirarlo. Su entierro fue una marcha triunfal. La pequeña hermana ignorada aparecía como una santa. En 1913, su tumba fue abierta y el cuerpo apareció intacto, a pesar de la humedad de la fosa y de los efectos acostumbrados del tifus. Pío X ordenó abrir el proceso de beatificación y la hermana María Asunción fue proclamada beata por Pío XII, el 7 de noviembre de 1954.

Ver Acta Apostolicae Sedis vol. XLVII, 1955, pp. 28-33. De Loppinot, La Hermana María Asunción, misionera franciscana de María, 1924. C. Salotti, La Hermana María Asunción Pallotta, Roma, 1925. B. Bazzochini, La Hermana María Asunción, Quebec, 1923. La Hermana María Asunción, misionera franciscana de María, obra publicada por el Instituto de Franciscanos Misioneros de María, según Monseñor Salotti, Woluwe Bruselas, 1930. La Beata María Asunción, Vanves, 1954.