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Santa Julia Billiart, virgen y fundadora

8 de abril

El cardenal Sterckx calificó la fundación del Instituto de Nuestra Señora, de «explosión del espíritu apostólico en el corazón de una mujer que sabía creer y amar». Esa mujer era santa María Rosa Julia Billiart. Se crió en eI seno de una familia de agricultores acomodados, que poseían además un pequeño comercio en Cuvilly de Picardía. Allí nació la santa en 1751. Un tío suyo, que era el maestro de escuela del pueblo, le enseñó a leer y escribir; pero las delicias de la niña eran las clases de catecismo y las cosas divinas. A los siete años, explicaba ya el catecismo a otros niños menos inteligentes que ella. El párroco del pueblo fomentó esas cualidades y le permitió hacer la primera comunión a los nueve años, cosa excepcional en aquella época. A los catorce años, la autorizó a hacer un voto de castidad. Aunque Juliana tenía que trabajar mucho, pues su familia había sufrido graves pérdidas, encontraba tiempo para visitar a los enfermos, instruir a los ignorantes y hacer oración. Ya desde entonces empezó a llamársele «la santa de Cuvilly».

Su activa existencia cambió súbitamente a resultas de un accidente. Un día en que Juliana se hallaba sentada junto a su padre, alguien disparó una pistola contra éste desde una ventana; el atentado impresionó tanto a Juliana, que cayó gravemente enferma, sufrió terribles dolores y perdió, poco a poco, el uso de las piernas. La parálisis no hizo más que aumentar su unión con Dios. En el lecho enseñaba el catecismo a los niños, aconsejaba sabiamente a quienes iban a visitarla y exhortaba a todos a la comunión frecuente. A menudo le oían las gentes repetir: «Qu'il est bon le bon Dieu!» (¡Qué bueno es el buen Dios!) En 1790, un sacerdote que había prestado el impío juramento constitucional, sustituyó al párroco de Cuvilly; Julia fue entonces la principal organizadora de un movimiento para aislar al intruso. Esto y el hecho de haber ayudado a esconderse a varios sacerdotes le ganaron el odio de los jacobinos, quienes llegaron incluso a las amenazas de quemarla viva. Los amigos de la santa la sacaron furtivamente de la casa, la colocaron en un carro de mulas y la trasladaron a Compiegne. Ahí tuvo que cambiar de residencia constantemente. Un día, la santa exclamó en voz alta: «Señor, en la tierra no hay posada para mí. ¿Quieres reservarme un rinconcito en el paraíso?» Las penalidades agravaron de tal suerte su enfermedad, que la santa perdió casi completamente el uso de la palabra durante varios meses.

Sin embargo, Dios le tenía reservado un período de paz. Al fin del reinado del Terror, un antiguo amigo de Julia aprovechó la confusión para trasladarla a Amiens, a la casa del vizconde Blin de Borbón. En esa hospitalaria mansión la santa recobró la palabra. Allí mismo conoció a una inteligente y culta mujer, Francisca Blin de Borbón, vizcondesa de Gézaincourt, que había de convertirse en su íntima amiga y colaboradora. En la enfermería, donde se celebraba diariamente la misa, se reunía un grupo de mujeres piadosas, inspiradas por el ejemplo de Julia, que consagraban su tiempo y su dinero a las buenas obras. Pero la persecución estalló nuevamente, dispersó al grupo y obligó a la santa a retirarse a una casa de la familia Doria, en Bettencourt. Julia y Francisca recomenzaron allí sus clases de catecismo, y consiguieron que prácticamente todos los habitantes cumplieran con sus deberes religiosos.

Allá iba algunas veces a visitarla el P. José Varin, a quien sorprendían la personalidad y las cualidades de Julia. El P. Varin llegó al convencimiento de que Dios iba a obrar grandes cosas por medio de la santa. En cuanto las dos amigas pudieron volver a Amiens, emprendieron, bajo la dirección del P. Varin, la fundación del Instituto de Nuestra Señora. El fin del instituto era, ante todo, el cuidado espiritual de los niños pobres, pero también la educación cristiana de las niñas de todas las clases sociales y la formación de profesoras de catecismo. En ciertos aspectos, las reglas eran muy diferentes a las de otras congregaciones de la época, particularmente por la supresión de la distinción entre las religiosas de coro y las legas. Pronto ingresaron al instituto algunas postulantes, se abrió un orfanatorio y se inauguró una serie de clases de catecismo por la noche. «Hijas mías -decía la santa-, pensad cuán pocos sacerdotes hay actualmente y cuántos niños pobres se debaten en la ignorancia. Tenemos que luchar por ganarlos para Cristo». En 1804, los «Padres de la Fe» predicaron una gran misión en Amiens y confiaron a las hermanas de Nuestra Señora la instrucción da las mujeres. Hacia el fin de la misión, ocurrió un suceso extraordinario. El P. Enfantin pidió a santa Julia que se uniese a él en una novena por una intención particular. Al quinto día de la novena, que era el de la fiesta del Sagrado Corazón, el padre se acercó a la santa, quien estaba paralítica desde hacía veintidós años, y le dijo: «Madre, si tiene fe, dé un paso en honor del Sagrado Corazón de Jesús». La santa se levantó al punto y comenzó a caminar.

La salud permitió a la santa no sólo consolidar y extender la fundación, sino ayudar personalmente en las misiones que los «Padres de la Fe» predicaron en otros pueblos, hasta que el gobierno le prohibió ocuparse en ello. La labor educacional del instituto siguió creciendo rápidamente; se inauguraron los conventos de Namur, Gante y Tournai y todo parecía ir viento en popa, cuando un acontecimiento puso en peligro la vida misma de la congregación. El P. Varin había sido trasladado de Amiens a otra ciudad. En el oficio de confesor de las hermanas de Nuestra Señora, fue a sustituirle un sacerdote joven, inteligente, pero poco juicioso y muy pagado de sí mismo, quien trató de modificar las reglas de la congregación. Como la fundadora se opusiese, modestamente, el sacerdote se convirtió en enemigo personal suyo y consiguió alejar de la santa a muchas personas que hasta entonces habían visto la fundación con buenos ojos. Entre esas personas se contaba el obispo de Amiens, quien prácticamente exigió que la madre Julia saliese de su diócesis. La santa tuvo que retirarse con casi todas sus religiosas, al convento de Namur, donde el obispo de la ciudad las recibió cordialmente. Al poco tiempo, la madre Julia fue reivindicada y el obispo de Amiens la invitó a volver a la ciudad; pero las dificultades prácticas de un nuevo cambio de residencia decidieron a la santa a establecer definitivamente la casa madre en Namur. La santa religiosa pasó los siete últimos años de su vida formando a sus hijas y fundando nuevos conventos. Cuando murió, la congregación contaba ya con quince casas. El obispo de Namur, que conocía bien a la santa, dijo: «La madre Julia es una de esas almas que pueden hacer por la Iglesia de Dios, en unos cuantos años, más de lo que otros serían capaces de hacer en un siglo». Para dar una idea de su prodigiosa actividad, bastará con decir que realizó no menos de ciento veinte viajes para asuntos de su congregación.

En 1816, la salud de la santa empezó a decaer rápidamente. También la madre Blin de Borbón estaba entonces enferma; pero Dios permitió que recobrase la salud para llevar adelante el trabajo de la madre Julia, quien entregó apaciblemente su alma al Creador el 8 de abril, mientras recitaba el «Magnificat». Su beatificación tuvo lugar en 1906, y la canonización en 1969.

Existen numerosas vidas de la santa, en francés, inglés y alemán. No hay que confundir la obra del P. Charles Clair, S. J., La bse. Mére Julie Billiart (1906), con otra escrita por una hermana de Nuestra Señora y publicada por el P. James Clare, S.J. En 1907, el P. Griselle hizo una edición corregida y aumentada de la obra del P. C. Clair, La mejor biografía alemana es la de B. Arens (1908). Entre las biografías más recientes se cuentan las de T. Réjalot (1922), F. de Chantal, Julie Billiart and Her Institute, (1939), y M. G. Carroll, The Charred Wood (1951).