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Beata Juana Francisca de la Visitación, virgen y fundadora

Ana Michelotti

Murió a los 44 años exactamente, un día después de san Juan Bosco, el 1 de febrero de 1888. Se llamó antes de ser religiosa Ana Michelotti, nacida en Annecy, en la Alta Saboya, el 29 de agosto de 1843, de padre piamontés y madre saboyana. Fue la tercera de cuatro hermanos, huérfanos de padre en la niñez. La madre, viuda y reducida a gran pobreza, demostró un temple extraordinario en el sostenimiento de los hijos, sacando tiempo para visitar y atender a enfermos necesitados. El influjo en su hija Ana fue decisivo desde sus primeros años. Cuando visitaba enfermos la acompañaba, y en su corazón brotaba la compasión y el interés por los demás. Así, la vocación a la vida religiosa brotó en ella con la mayor espontaneidad, en ambiente de estrechez suma pero atenta a los que todavía sufrían más.

A los diecisiete años entró en el monasterio de las Hermanas de San Carlos, de Lyon, una congregación dedicada a la enseñanza, y muy pronto comprendió que su lugar no era aquél. La acogió en el mismo Lyon una señorita muy piadosa, y comenzó el apostolado entre los enfermos. Su madre falleció en 1864 y el único hermano que le quedaba, cuatro años después. A sus veinticinco años seguía viviendo de prestado en Lyon, sin hogar familiar de referencia: sola. En su camino se cruzó un alma inquieta, sor Catalina, ex novicia de las Hermanas de San José de Annecy. Ambas coincidieron en la idea de poner en marcha el proyecto que habían tenido san Francisco de Sales y santa Juana de Chantal de fundar una congregación de hermanas para visitar y asistir a enfermos pobres. La gente comenzó a llamarlas «las dos señoritas de los pobres». Su casa se reducía a dos pequeñas habitaciones en una buhardilla, pero contaban con la bendición del arzobispo de Lyon, ante el que emitieron los votos el 29 de julio de 1869. Ana Michelotti asumió nuevos nombres de clara resonancia salesiana: Juana Francisca de Santa María de la Visitación. ¡Todo un programa!

En el camino de muchos santos hay trechos marcados por desconciertos y fracasos. No es del todo fácil de explicar la separación de las dos compañeras en 1870. Ana permaneció durante un tiempo en Annecy; luego halló cobijo junto a algunos familiares de la rama paterna en Almese, en el Piamonte, continuando su entrega a los enfermos, siempre dispuesta a obedecer. Respondió con prontitud, volviendo a Lyon, cuando se vio reclamada autoritariamente, y se encontró reducida a simple novicia, y sometida a grandes pruebas y humillaciones, ella que a todas luces era cofundadora. Retornó a Annecy, y la comunidad de Lyon, por cierto, no tardó en extinguirse. En Annecy, su ciudad natal, había para ella un sitio privilegiado de oración junto a la urna que guardaba las reliquias de S. Francisco de Sales. ¿Qué hacer? ¿Qué rumbo debía tomar la monja fracasada, ya llegada a los 28 años? Los santos permanecen siempre a la escucha y en su corazón a veces resuenan «palabras sustanciales», que dan fuerza para realizar lo que significan. Tales fueron las que oyó internamente con toda claridad: «Encamínate a Turín. Allí te quiere el Señor para que allí establezcas tu monasterio».

Hacia Turín se dirigió a finales de 1871 y allí se estableció definitivamente en 1873. Sus biógrafos hacen especial mención de dos personas de vida muy santa que le prestaron ayuda: el P. Félix Carpignano, del Oratorio de San Felipe Neri, y María Clotilde de Saboya. Buscó para su fundación una designación que denota humildad, devoción y amor: Piccole Serve del Sacro Cuore di Gesú, Siervecillas del Sagrado Corazón de Jesús, al servicio de enfermos pobres. Sólo eran tres para comenzar pero bastaron para que el cardenal Gastaldi, arzobispo de Turín, autorizase la obra en 1874, año en que las tres tomaron el hábito. El 2 de octubre de 1875 emitieron los votos de pobreza, castidad y obediencia. Sorprendentemente, el mismo cardenal que tan duro e incomprensivo se mostró con Don Bosco, cuando la obra de éste ya resultaba asombrosa, supo prestar su apoyo a una pobrecita mujer que echaba a andar de modo tan insignificante.

La dedicación a los enfermos pobres supuso sacrificios mayores de los imaginados. Varias de las poquitas monjas de los comienzos fallecieron víctimas del contagio. Pero pocos años después ya eran veinte. En 1880 pudieron abrir la segunda casa en Milán y en 1882 otra nueva en Valsalice, cerca de Turín, que se convirtió en casa-madre. Pronto siguieron otras fundaciones. La sombra benéfica de Don Bosco la acompañó en los momentos más difíciles. La consolidación y la expansión de una Congregación religiosa no es simple fruto de planificación y capacidad organizadora. Se requiere en los fundadores un carisma especial que suscite en otros el seguimiento, formándolos luego y sosteniéndolos con la enseñanza y el ejemplo. Beata Juana Francisca cifró su atención en el Corazón de Jesús que le inspiró la entrega sacrificada, abrazándose a la cruz. Pablo VI no duda en afirmar que responde fielmente al ideal de la mujer fuerte de la Biblia (Prov 31,17-20): «En ciudad ajena, pobre y careciendo de todo, falta de salud, afectada y afligida por muchas dificultades, alcanzó tal grado de virtud que siguió a Cristo con omnímoda libertad, imitándolo muy de cerca y logrando fundar una familia de religiosas que ha superado ya el siglo de existencia viviendo de su carisma de caridad».

Gravemente enferma, cesó como madre general de su congregación en enero de 1887. Falleció santamente el 1 de febrero del año siguiente. Fue enterrada con la máxima simplicidad en un pobre cementerio y hubiera ido a parar al osario común, si no hubiesen sido recogidos sus restos diez años después. Desde el año 1923 descansan en la capilla de la casa-madre de Valsalice. Fue proclamada beata por el papa Pablo VI en Roma el 1 de noviembre del Año Santo de 1975. 

Artículo firmado por José Ma. Díaz Fernández. En el sitio del Vaticano puede leerse (en italiano) la homilía en la misa de beatificación.