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Beato Felipe Powell, monje mártir

30 de junio

Felipe Powell nació en Trallwing, cerca de Brecon, en 1594, y se educó en la escuela primaria de Abergavenny. A los dieciséis años, fue enviado a Londres para estudiar leyes, bajo la dirección del distinguido abogado que, más tarde, conquistaría mayor fama como el padre Agustine Baker, el benedictino, escritor y director de almas. Unos dos o tres años después, el joven Powell tuvo que viajar a Douai, por negocios, y ahí mismo se sintió atraído por los benedictinos. En 1619, recibió el hábito en el monasterio de San Gregorio, en Douai y, el 7 de marzo de 1622, se le envió a la misión de Inglaterra. En aquellos tiempos de prohibición religiosa en Inglaterra, los seminaristas y misioneros, como medida de precaución contra los espías, acostumbraban cambiar de nombre; el padre Powell disimuló el suyo con el de Morgan que era el apellido de soltera de su madre. Permaneció dieciséis meses con el padre Baker y luego se trasladó a Devonshire, con una carta de presentación para una familia católica. En el transcurso de veinte años o más, ejerció su ministerio sacerdotal; administraba los sacramentos, reconciliaba a los pecadores y convertía a los herejes, en los condados de Devon, Somerset y Cornwall. En ese lapso, estableció su cuartel general de operaciones, primero, en la casa de la familia a la que había sido recomendado, los Risdon, del sector de Bableight, después, en la residencia de la familia de un hija de los Risdon, la señora de Poyntz, en Leighland Barton, en Somersetshire.

Al iniciarse la guerra civil, las dos familias se dispersaron. El padre Powell, luego de algunas vicisitudes, se unió a las filas del general Goring para servir como capellán para los católicos de su ejército. Pero también aquellas tropas se dispersaron y el sacerdote se embarcó para navegar a Gales. El barco fue interceptado y abordado por las autoridades que buscaban a un funcionario del vice-almirantazgo parlamentario, llamado capitán Crowther. Dos miembros de la tripulación, reconocieron al padre Powell y le denunciaron en seguida como a un sacerdote católico que, según dijeron, «había seducido a la mayoría de los parroquianos de Yarnscombe y de Parkham, en Devonshire, para que quebrantasen su juramento de lealtad a la iglesia protestante». Prosiguió la navegación y, cuando el capitán de la nave le interrogó sobre las acusaciones, frente a las costas de Penarth, el padre Powell admitió francamente que era sacerdote. Inmediatamente se le encerró en las bodegas, bajo la línea de flotación, despojado de sus ropas y apenas cubierto por unos harapos que le arrojaron los marineros. Dos meses después, fue conducido a Londres por mar. Durante corto tiempo estuvo encarcelado en condiciones relativamente benignas; pero en la sala común de la prisión de King's Bench, a donde fue trasladado, tuvo que soportar toda clase de penurias, y no tardó en caer enfermo de pulmonía. Dos o tres veces fue arrastrado ante el tribunal para ser interrogado y juzgado bajo los cargos fundados en su admisión de que era un sacerdote católico.

En la última sesión de su proceso, hizo una brillante defensa de su causa y alegó que la ley contra los sacerdotes no comprendía a los barcos en alta mar, y que, cuando la bandera de Su Majestad se despliega durante una guerra civil, cesan todos los procesos y, todavía más, puesto que la persona del rey se hallaba ausente, no era posible organizar alguna conspiración contra ella. Pero a pesar de todo se le declaró culpable y, al pronunciarse la sentencia de muerte, el padre Powell dio gracias a Dios, en alta voz y en presencia de todos los asistentes al juicio. Su personalidad y su conducta en la prisión había impresionado tanto a sus compañeros de infortunio, que todos ellos redactaron y firmaron una especie de testimonio o memorándum que exponía sus cualidades y virtudes. Los dignatarios eran veintitrés protestantes y seis católicos; a estos últimos, el padre Powell los había reconciliado con Dios. Los mismos carceleros parecían muy bien dispuestos en su favor.

El hombre que llegó a anunciarle la fecha de su ejecución estaba tan emocionado que no podría leer en voz alta; pero el padre Powell se le acercó, se asomó por encima de su hombro, leyó la nota serenamente y luego pidió un vaso de licor para beber a la salud del buen funcionario de la prisión. «¿Quién soy yo? -exclamó con el vaso en la mano y acento de profunda alegría- ¿Qué soy yo, para que Dios me honre así y acepte que yo muera por Su causa?» Sobre el cadalso pronunció un breve discurso para anunciar que aquel era el día más feliz de su vida y que iba a morir por la única razón de que era sacerdote y monje. Tras una breve plegaria, hizo una señal y recibió la absolución por parte de un sacerdote, el beato Roberto Anderton, que se hallaba entre la muchedumbre. Se le apretó la cuerda al cuello y se le dejó colgado hasta que murió. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de Moorfields. Uno de sus fieles compró sus ropas manchadas de sangre por cuatro libras esterlinas.

Se encontrará un relato muy completo en Bede Camm, Nine Martyr Monks (1931), pp. 318-343.