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Beato Juan de Palafox Mendoza, obispo

1 de octubre

El próximo domingo 5 de junio, en El Burgo de Osma (Soria), se proclamará beato a Juan de Palafox. Será un día de gozo, tras un largo proceso, que ha convertido a esta causa en una de las más complejas de la historia de la Iglesia. De hecho, en algunos lugares como en su Fitero natal, en Navarra, ya se celebró, hace ahora un año, un solemne Té Deum, para dar gracias por la aprobación pontificia del milagro para su beatificación. En aquella ocasión, el postulador de la causa, el padre Ildefonso Morlones, o.c.d., a quien nunca agradeceremos bastante el extraordinario trabajo realizado, argumentó que «si Fitero le había salvado de muerte segura en su nacimiento, también había colaborado decisivamente en su causa de beatificación». Asimismo recordó tantos acontecimientos vividos, desde la celebración del Año Palafoxiano, inaugurado en 1999 en Fitero, para conmemorar el IV centenario de su nacimiento.

Juan de Palafox y Mendoza nació en 1600 en la pequeña villa navarra de Fitero, en donde pasó su infancia. Cursó estudios universitarios en Huesca, Alcalá y Salamanca. En 1626, entró al servicio de la Monarquía, en 1629 se hizo sacerdote y en 1639 recibió la ordenación episcopal. Nombrado obispo de Puebla de los Angeles, en México (la Nueva España), ejerció importantes responsabilidades como virrey y visitador. Tanto allí como, más tarde, en tierras sorianas, destacó como celoso pastor. Falleció en Osma en 1659.

Los historiadores señalan unánimemente su inteligencia, integridad, actividad, preparación intelectual y voluntad, llegando a calificarlo como «uno de los hombres más brillantes de su generación..., probablemente la figura más interesante, y tal vez la de mayor importancia, de toda la historia del México del siglo xvii» (J. I. Israel).

Su figura resulta rica y polifacética, ya que en ella se dan cita el obispo, pensador político, virrey y visitador de Nueva España, reformador, fecundo escritor, poeta, editor y comentarista de Santa Teresa, mecenas de las artes y de la música, protector del indio, legislador y asceta, al tiempo que hombre de profunda espiritualidad.

La vida pública de Palafox se desarrolló en la España de Felipe III y Felipe IV, monarca este último del que recibiría importantes nombramientos, como hombre de confianza y de demostrada lealtad. La España de aquella mitad del siglo XVII presenta un marco histórico diferenciado entre un primer momento, hasta 1640, que no corresponde enteramente con la decadencia y otro, a partir de aquel año, cuando nuestro personaje parte hacia tierras de Nueva España, en que se hace presente de manera muy patente aquella decadencia del poderío hispano, tanto en el interior cómo en el exterior. De hecho su figura, en alza por la protección de Olivares, comenzaría a declinar por numerosos motivos con la caída del valido.

Todas aquellas décadas fueron, asimismo, de triunfo de la cultura del barroco, de aplicación de los decretos tridentinos, en que los Estados avanzaban por la vía del absolutismo. Momentos también en los que la hegemonía cultural, científica, económica y política se fue desplazando del Mediterráneo hacia el norte de Europa. Época de crisis, de guerras, de pestes, realidades a las que no fue ajeno Palafox.

El año 2000, en pleno jubileo del tercer milenio, fue decisivo para la recuperación de la conciencia histórica del venerable Palafox. A ello colaboraron diversos eventos religiosos, académicos y culturales en España y México. En particular querría destacar el Congreso «Palafox, cultura, Iglesia y Estado en el siglo XVII», celebrado en la Universidad de Navarra y la exposición «El Virrey Palafox», comisariada por el profesor Ricardo Fernández, del Departamento de Arte de la citada Universidad, que se exhibió en Madrid, Fitero y El Burgo de Osma, para recalar en Roma, en la iglesia nacional española de Santiago y Montserrat.

En un reciente viaje a Puebla de los Ángeles, en donde Palafox pasó los mejores años de su vida y en circunstancias nada fáciles, he podido constatar la intensa actualidad del recuerdo y la conciencia sobre el personaje. Aquella gran ciudad resulta indisociable de la figura de Palafox. Su catedral, la biblioteca Palafoxiana y otros monumentos hablan de la fecundidad de su trabajo. De la misma manera, el obispo Palafox sigue siendo un referente de obligada memoria, por su protección para los más desfavorecidos y particularmente hacia los naturales de aquellas tierras, así como por haber apoyado decididamente la participación de los criollos en el gobierno, tanto eclesiástico como civil, de la Nueva España.

Aquel joven por cuyas venas corría la noble sangre aragonesa, había sido captado por el conde-duque de Olivares, en un ejemplo bien ilustrativo de su política de atracción de la nobleza periférica hacia la Corte madrileña. Palafox siempre sería leal a su mentor, incluso cuando, años más tarde, se mostraba en sus escritos contrario a la privanza. La lealtad del obispo-virrey será una de sus más evidentes cualidades, rasgo que recientemente interpreta un moderno historiador, como muy vinculado a su condición de hijo natural.

Cuando Palafox llegó a tierras poblanas, contaba con una dilatada experiencia de gobierno desde sus puestos en los Consejos de Guerra e Indias y su trato con la élite de aquella generación, en donde la palabra «reformación», según Elliott, era un verdadero lema de gobierno y comportamiento. Sus dotes de hombre de Estado se hicieron más visibles en su etapa de Indias. No cabe duda, tras analizar in extenso, tanto su actuación pastoral en Puebla y Osma, como su programa de reformas en Nueva España, que nos encontramos ante un personaje que es un auténtico adelantado a su época.

La lealtad de Palafox será una de sus más evidentes cualidades, junto a la preocupación por la justicia y el papel del ordenamiento jurídico, siendo famoso aquel dictamen suyo que reza: «Las leyes que no se guardan son cuerpos muertos, atravesados en las calles, donde los magistrados tropiezan y los vasallos caen». Este profundo sentido de la justicia fue algo connatural a su persona y sus actuaciones. Toda su vida estuvo profundamente sensibilizado ante la injusticia, por su convicción de que «justicia torcida no es justicia». Junto a la lealtad y la justicia, la prudencia, la rectitud y la capacidad de observación fueron valores muy particulares del obispo-virrey.

Pero Palafox no se quedará ahí, en un gran pastor, hombre de gobierno y gran reformador, sino que además escribió y teorizó sobre pensamiento político. El distinguido historiador mexicano recientemente fallecido, profesor Ernesto de la Torre Villar, lo calificó como «zoon politikon», un hombre investido de hábito talar que desempeñó importantísimos cargos políticos, como gobernador del más rico y amplio virreinato del Nuevo Mundo, sin dejar de ser, ante todo y sobre todo, un hombre eminentemente espiritual.

Palafox arranca del análisis de las Sagradas Escrituras, de los preceptos seguros e inequívocos, para ordenar y regir a la cristiana monarquía española, oponiéndose a las teorías de Maquiavelo y Bodin. En el rico contenido de su Historia Real Sagrada, destacan aquellas partes en que trata de la función de la Iglesia, el poder civil y político. Establece las condiciones para ser buen gobernante, trata de la necesidad de la paz, analiza la responsabilidad de los políticos, aporta algunos consejos para el buen gobierno y no deja de tratar sobre algunas virtudes, como la justicia, la prudencia y la fortaleza, sin olvidar el trato humano, sin agravios ni injurias, hacia los vasallos.

Recientemente he podido comprobar su praxis política releyendo algunos párrafos de sus Obras Completas, magníficamente editadas en 1762, y de alguna de las últimas publicaciones en torno a su figura. Me han llamado la atención muchos de sus dictámenes, entre los cuales y en referencia a los puestos y cargos siempre repetía que «las personas se han de buscar para los puestos y no los puestos para las personas, mirando qué sujeto conviene a aquel reino, no qué reino le conviene a aquel sujeto»; para añadir, en cierta ocasión y con amargura ante un noble aragonés: «Marqués mío, no te asombre; ría y llore cuando veo tantos hombres sin empleo, tantos empleos sin hombre».

En 1649, regresará a España reclamado por Felipe IV, sirviendo en el Consejo de Aragón hasta 1654, en que fue destinado a la diócesis de Osma. Allí marchará, contra el parecer de muchos de los suyos, y morirá en 1659 en olor de santidad, tras un corto, ejemplar y fecundo periodo como pastor, tanto para su grey como para su edificación espiritual. En la capilla catedralicia para él destinada, mandada construir al efecto por el rey Carlos III, yacen los restos de uno de los prelados más insignes de la Iglesia.

De esta gran personalidad, ya inminente beato, Benedicto XIV firmó en 1726 la introducción de su causa, Benedicto XIV abrió el camino para la aprobación de sus escritos en 1758 y en nuestros días Benedicto XVI aprobó el decreto de virtudes heroicas en 2009 y el decreto sobre el milagro en 2010. -

Artículo de Jorge Fernández Díaz, vicepresidente 3º del Congreso de los Diputados de España, publicado en L'Osservatore Romano en lengua española el 15 de mayo de 2011. En el sitio de la Diócesis de Osma-Soria hay varios artículos edicados al beato.