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Bienaventurada Virgen María de Fátima

13 de mayo

Era el año de 1916. La guerra se había extendido sobre Europa y, hacía apenas unos meses que Portugal se hallaba mezclado también en la lucha, cuando tres pequeños campesinos portugueses del interior se encontraron de pronto, en una de las colinas áridas que rodean a Fátima, con una figura resplandeciente que les dijo: «Soy el Ángel de la Paz». Durante aquel mismo año, vieron otras dos veces la misma aparición. Los exhortó a «ofrecer constantes plegarias y sacrificios». «Sobre todo, les dijo, aceptad y soportad con sumisión los sufrimientos que el Señor os envíe». Los pastores: Lucía de 9 años, Francisco de 8, y Jacinta de 6, guardaron silencio respecto a estas visiones. No sospechaban que eran como la preparación para un encuentro más importante. La presencia del ángel, aunque los llenaba de gozo, los dejaba azorados, llenos de confusión: «Me gusta mucho ver al Ángel, comentó un día Francisco, pero lo malo es que, después no podemos hacer nada. Yo no puedo ni andar, no sé lo que me sucede».

El 13 de mayo de 1917, fue distinto el estado de ánimo que les produjo la aparición de una «Señora toda de blanco, más brillante que el sol», a cuya aparición habían precedido dos relámpagos, y que resplandecía en lo alto de un arbusto de la sierra. «¿De dónde viene Vuestra Merced?», preguntó Lucía. «Vengo del cielo». Les pidió en seguida que regresaran al mismo lugar durante seis meses seguidos, los días trece.

«¿Deseáis ofreceros a Dios para soportar todo el sufrimiento que a Él plazca enviaros, como un acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido y para pedir por la conversión de los pecadores?», inquirió la aparición posteriormente. «Sí queremos». Los niños quedaron llenos de «una paz y una alegría expansiva», cuando la Señora se alejó. «Ai, que Senhora tâo bonita» repetía Jacinta. Lucía les recomendó a sus primos que no dijeran lo que habían visto; pero Jacinta, la más alegre y comunicativa de los tres, no pudo ocultar su alegría y lo contó a su madre. Cuando los rumores llegaron a casa de Lucía, la madre y los hermanos de ésta se mostraron totalmente escépticos. Pensaron que todo era un invento de los tres niños. Para el 13 de junio de 1917, los tres niños habían comprendido rápidamente el sentido redentor del sufrimiento. La Señora les había pedido sacrificios y ellos, durante ese mes, se dedicaron a buscarlos con empeñoso entusiasmo. La comida que recibían en sus casas para llevar al campo, la entregaban a los pobres y se contentaban después con raíces y frutas silvestres. El hambre, la sed, las burlas de los que no creían en la aparición, los ofrecían, como la Señora lo había pedido, por la conversión de los pecadores. Ese 13 de junio, mientras Fátima celebraba a San Antonio, el patrono de su iglesia, unas 50 personas se reunieron alrededor de los niños en Cova da Iría a esperar la llegada de la Señora. Al mediodía, dijo Lucía con voz fuerte: «Jacinta, allá viene nuestra Señora. Ahí está la luz». A los asistentes les pareció oír «como una voz muy apagada», pero nada pudieron entender. La Señora dijo que Jacinta y Francisco irían pronto al cielo, que Lucía permanecería más tiempo aquí abajo para ayudar a establecer la devoción al Corazón de María. Como lo había hecho en la primera ocasión, al despedirse, la Señora abrió las manos, de ellas brotaron rayos de luz que rodearon a los niños. En esa luz «nos veíamos como sumergidos en Dios», escribió después Lucía.

Era el 13 de julio de 1917. Lucía estuvo a punto de no acudir a la cita. El padre Ferreira, párroco de Fátima, había aventurado la opinión de que se trataba, tal vez, de un engaño diabólico. Además, continuaba la oposición en casa de la niña. Pero, aquella mañana, sus primos lograron persuadirla y fue con ellos a la que sería una de las más largas conversaciones con la Señora. Les fue prometido que en octubre se realizaría un milagro para demostrar la verdad de las apariciones. Cuando la Señora extendió sus manos y los niños se sintieron rodeados del resplandor celestial, vieron abierta la tierra y dentro, «un mar de fuego . . . los demonios y las almas como si fueran carbones al rojo vivo...» La Señora les pidió la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María y la Comunión de reparación, cinco primeros sábados en otros tantos meses. Añadió: «cuando recéis el Rosario, decid después de cada misterio: ¡Oh Jesús mío, perdónanos y líbranos del fuego del infierno! Atrae todas las almas al cielo, especialmente las más necesitadas». Al terminar, les comunicó el secreto que llegó a ser uno de los puntos importantes de la tradición de Fátima, cuya última parte se reveló en el año 2000. La multitud que los rodeaba sólo había visto descender una especie de nubécula sobre la carrasca, el arbolillo de las apariciones, y escuchado un murmullo sordo, durante la visión.

Así llegó el 13 de agosto de 1917. La visión del infierno que les fue concedida a los niños había despertado en ellos un anhelo incontenible de oración y penitencia. El anticlerical administrador de Ourem, empeñado en combatir la fama creciente de las apariciones, les brindó una oportunidad de ofrecer padecimientos. Con engaños, los alejó de Fátima y logró impedir que asistieran a la cita del 13 de agosto. Viendo que los interrogatorios no daban resultado, los encerró en una celda común con los malhechores de la cárcel. Y, en un último esfuerzo dramático por atemorizarlos, afirmó que los haría hervir en aceite, uno por uno. Se llevaron a Jacinta, luego a Francisco y, cuando Lucía esperaba ser arrojada en un caldero, se encontró con sus primos, a quienes creía muertos. No habiendo obtenido ni una retractación, ni la confesión del secreto, el administrador acabó por soltarlos. Una muchedumbre numerosa había esperado inútilmente la aparición de aquel mes. Pero, los niños pudieron ver a la Señora, cuando se les apareció y renovó sus advertencias y peticiones.

Gran parte de la prensa de Portugal se había lanzado contra las apariciones, antes del 13 de septiembre de 1917, sin embargo, para esta ocasión se reunió una muchedumbre mucho mayor, con peregrinos venidos de todas las partes del país. Iba a ser la más breve de todas las apariciones. Apenas un momento de conversación: «...continuad rezando el Rosario...» insistió nuestra Señora. El 13 de octubre de 1917: Nuestra Señora había dicho que en ese día se llevaría a cabo un milagro para demostrar la veracidad de las apariciones y los niños así lo habían anunciado. A pesar del frío y de la lluvia, que desde la tarde anterior comenzó a caer, a través de los caminos enlodados de la sierra llegaron más y más peregrinos hasta aquel rincón casi incomunicado del resto de Portugal. Aproximadamente 70.000 personas habían venido a presenciar el milagro de Fátima.

Los familiares y vecinos de Lucía estaban atemorizados. Si el milagro no se verificaba, ¿cómo iba a reaccionar aquella multitud defraudada? Al mediodía, después de una espera tensa por parte de la multitud arrodillada bajo la lluvia, la Señora se presentó ante los niños: «Quiero decirte que construyan aquí, en mi honor, una capilla. Soy la Virgen del Rosario. Que continúen rezando el rosario todos los días...» La multitud no vio a la Señora, pero asistió a un espectáculo sobrecogedor: oyó a Lucía gritar: «mirad el sol». Las nubes se abrieron de pronto y apareció el sol como un gran disco de plata al que, aunque brillante como cualquier sol, se podía mirar directamente sin cerrar los ojos y con una satisfacción única y deliciosa. Esto sólo duró un momento. Mientras lo contemplaban, la gigantesca bola comenzó a "danzar": esta fue la palabra que todos los observadores aplicaron al fenómeno. Giró rápidamente. Se detuvo. Volvió a girar con más fuerza. Como un prisma gigantesco cubrió el cielo y la tierra con franjas de colores. «Girando locamente bajo esta apariencia, por tres veces, la ígnea esfera pareció temblar, estremecerse y después arrojarse precipitadamente en zigzag hacia la multitud». Cuando todo terminó, la muchedumbre estaba conmovida y convencida por completo de la verdad de las apariciones. Incluso periodistas no creyentes afirman haber visto el fenómeno.

Antes de que pasaran tres años, Francisco y Jacinta habían muerto ya, como se los había dicho la Señora y ellos lo habían dado a conocer, fueron beatificados por SS. Juan Pablo II el 13 de mayo del año 2000. Lucía fue religiosa de las Hermanas de Santa Dorotea desde 1925, puso por escrito el «secreto de Fátima» en 1944 y lo confió a la Santa Sede. Falleció el 13 de febrero del 2005, a los 98 años de edad. La carrasca, la humilde encina de la sierra sobre el que Nuestra Señora se mostró, ha desaparecido hacia 1930: los fieles lo cortaron, rama a rama, para llevarlas como reliquia. En su lugar, en la tierra reseca de la colina, ha brotado una basílica enorme a la «Señora Blanca» que vino a este rincón portugués a pedir oraciones y sacrificios para la conversión de los pecadores, a la Señora que insistió una y otra vez en el rezo del Rosario y pidió que consagraran a su Corazón Inmaculado a esa potencia misteriosa que en 1917 apenas surgía: Rusia.