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San Juan de Parrano, abad

Juan de Panaca

La memoria de san Juan, abad de Parrano, se observa en la diócesis de Spoleto. Su inscripción en los martirologios es muy antigua y depende de una tradición confiable en sus grandes rasgos, ya que aparece en el martirologio de Beda, de Notkero, de Adón, siempre referido a un abad del siglo VI, oriundo de Siria, quien posiblemente salió de su tierra huyendo de los disturbios monofisitas.

Lamentablemente no se ha conservado propiamente una «Vita» del santo, sino unas lecturas que figuraban en el breviario local, con todo el colorido de la leyenda hagiográfica, sin datos precisos, pero que proviene de una tradición oral que entronca sin duda con hechos históricos, aunque irrecuperables para nosotros.

La leyenda cuenta que cuando el santo estaba por abandonar Siria, su patria, oró de esta manera: «Señor, Dios de los cielos y de la tierra, Dios de Abraham, Isaac y Jacob, te suplico a Ti que eres la luz verdadera, que me ilumines, ya que espero de ti que hagas prosperar el camino que tengo delante y que sea para mí la señal del lugar de mi descanso, aquel donde la persona a quien le preste mi salterio, no me lo devuelva ese mismo día». Desembarcó en Italia y viajó hasta los alrededores de Spoleto, donde encontró a una sierva de Dios, a quien le prestó su salterio. Cuando le pidió que se lo devolviera, ella dijo, «¿a dónde vas, siervo de Dios? Quédate aquí y emprende tu camino mañana». Juan accedió a pasar allí la noche y, recordando su oración, se dijo, «esto es ciertamente lo que le pedí al Señor: aquí me quedaré». A la mañana siguiente, recibió de nuevo su salterio y, no había caminado la distancia de cuatro tiros de flecha, cuando apareció un ángel que lo condujo a un árbol, bajo el cual le pidió que se sentara para anunciarle que era la voluntad de Dios que se quedara en aquel lugar y que allí tendría una gran congregación y encontraría el descanso deseado.

Era el mes de diciembre y la tierra estaba endurecida por el hielo; pero el árbol bajo el cual se hallaba sentado Juan, estaba en flor, como en primavera. Algunos cazadores que pasaron por allí le preguntaron de dónde venía y qué hacía. El santo les contó toda su historia y quedaron llenos de asombro, especialmente por la forma en que vestía, pues nunca habían visto cosa parecida. «Por favor no me causen daño, hijos míos -dijo Juan- pues sólo he venido aquí al servicio de Dios». La súplica era innecesaria, pues los cazadores ya se habían fijado en el árbol florecido y reconocieron que el Señor estaba con aquel hombre. Lejos de querer hacerle daño, partieron entusiasmados a anunciar su llegada al obispo de Spoleto, quien se apresuró a ir a saludarlo, y lo encontró orando bajo el árbol. Los dos lloraron de alegría cuando se encontraron y todos los presentes dieron alabanzas a Dios. En aquel lugar, Juan edificó su monasterio y allí vivió por cuarenta y cuatro años más, hasta que se durmió en paz y fue sepultado con himnos y cánticos.

El detalle de las inscripciones martirológicas puede verse en Acta Sanctorum, marzo III, pág. 30, y allí mismo se reproduce la leyenda latina. En el presente artículo, el texto en cursiva es la traducción resumida de la leyenda, conforme a la versión del Butler-Thurston.