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San Teógeno, mártir

Teógenes

El «Edicto de Milán», del año 313, comprometía al Imperio Romano entero, tanto al de Occidente (cuyo emperador era Constantino) como al de de Occidente (cuyo emperador era Licinio), a una política de tolerancia religiosa, que comprendía la devolución de propiedades confiscadas en las etapas de persecusión anteriores, y la libertad de profesar abiertamente otra religión que la romana. Aunque no convierte a la religión cristiana en la religión del Imperio, fue sin embargo el punto de inflexión a partir del cual nuestra fe entra decisivamente en la composición misma del entramado imperial. Parecía que se habían acabado las persecusiones.

No obstante, el lado oriental del Imperio, bajo Licinio, estaba enfrascado en una guerra a muerte con Constantino, y aunque aceptó la imposición de la tolerancia religiosa venida de Occidente, en la práctica los funcionarios y el ejército fueron eximidos de ejercer esta tolerancia, lo que les daba margen para nuevas persecusiones locales.

Debe tenerse presente que la vida militar estaba muy ligada al culto de los dioses paganos, así que un cristiano que se negara a ello, podía ser sospechoso de deslealtad al Imperio, y -desde el Edicto- sospechoso aun más de ser súbdito de Constantino, el enemigo.

Todos los martirologios antiguos recogen la inscripción de san Teógenes (algunas veces acompañado de otros dos nombres: Primo y Cirino, y otras solo), reclutado para soldado del ejército de Licino y que se negó a ser inscripto, por lo que fue acusado de traición, como si fuera espía del bando enemigo. Las Actas recogen la respuesta de Teógenes, que es paradigma de los mártires cristianos: 

«Soy cristiano, soldado del Rey de Reyes, y no puedo ser desertor de mi Señor y Rey» («Christianus sum, et milito Regi Regum, el non possum desertor esse Domini & Regis mei»)

Teógenes fue arrojado al mar tras una bárbara serie de tormentos, y su cuerpo fue recogido por cristianos piadosos junto a los muros de Villa Adamanti, en cuya tumba -siempre según las Actas- se obraron grandes milagros que extendieron con rapidez su culto.

Ver Paul Allard: La persecusión de Diocleciano y el triunfo de la Iglesia, tomo II, pág 321-2, 1908; Acta Sanctorum, Tomo I, pág 133-4