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Santa Margarita de Cortona, penitente

22 de febrero

La antífona del «Benedictus» en el oficio de Santa Margarita de Cortona, la llama «la Magdalena de la Orden Seráfica». En uno de sus coloquios con la santa, el Señor le dijo: «Tú eres la tercera lumbrera que he dado a la orden de mi amado Francisco. Él fue la primera, entre los frailes; Clara fue la segunda, entre las religiosas; tú serás la tercera para dar ejemplo de penitencia». Margarita era hija de un modesto agricultor de Laviano de Toscana. Tuvo la desgracia de perder a su madre a los siete años de edad. La segunda esposa de su padre (con quien éste se casó a los dos años de viudo) era una mujer dominadora que no soportaba la vivacidad y travesuras de su hijastra. Nada tiene de extraño que Margarita, que era hermosa y necesitaba sentirse amada, haya cedido con facilidad a las proposiciones de un joven caballero que la invitó a huir con él a su castillo, engañándola con el señuelo de un porvenir de lujo y de amor. El joven le prometió casarse con ella, pero no cumplió su palabra, y Margarita fue su amante durante nueve años, con gran escándalo de la población, especialmente cuando la joven se paseaba por las calles de Montepulciano en un soberbio caballo, vestida como una princesa. Sin embargo, Margarita no parece haber sido nunca la mujer abandonada a todos los vicios, como se describió a sí misma más tarde. Fue fiel a su amante, de quien tuvo un hijo y a quien exhortó frecuentemente a legitimar su unión. A pesar de su aparente ligereza, Margarita se dolía algunas veces de la vida de pecado que llevaba. Un día, su amante salió a visitar una de sus posesiones y no regresó. Margarita le esperó angustiada toda la noche y al día siguiente, el perro que acompañaba al caballero volvió solo. Margarita se echó una capa sobre los hombros y siguió al perro a través del bosque, hasta el pie de una encina; allí comenzó a escarbar el animal y Margarita descubrió, horrorizada, el cuerpo mutilado de su amante, que había sido asesinado, arrojado en un pozo y recubierto con hojas.

Al ver en esto el dedo de Dios, Margarita se arrepintió de su vida de pecado. Después de haber devuelto a los parientes de su amante todas las posesiones (excepto unos cuantos objetos de adorno, que vendió para repartir el producto entre los pobres), abandonó Montepulciano, vestida con una túnica de penitencia y llevando de la mano a su hijito. Así se presentó en su hogar a pedir perdón; pero su padre, mal aconsejado por su esposa, se negó a admitirla.

Margarita se hallaba al borde de la desesperación, cuando tuvo la inspiración de ir a pedir ayuda a los Frailes Menores de Cortona, de cuya bondad con los pecadores había oído hablar. Al llegar a Cortona no sabía a dónde dirigirse; su triste aspecto llamó la atención de dos damas, Marinana y Raneria, quienes le preguntaron si podían ayudarla. La santa les contó su historia y les explicó por qué había ido a Cortona. Las dos damas la condujeron con su hijo a su propia casa y, después la pusieron en contacto con los franciscanos, quienes la acogieron, y se convirtieron en sus padres en Cristo. Margarita tuvo que luchar durante tres años contra la tentación, pues su cuerpo no estaba todavía sometido al espíritu. En esta lucha le ayudaron mucho dos franciscanos: Juan de Castiglione y Giunta Bevegnati. Este último era su confesor ordinario y más tarde escribió la «leyenda» de la santa. Los dos frailes la dirigieron sabiamente en sus períodos de entusiasmo y decaimiento, serenándola en los unos y animándola en los otros. En los primeros tiempos de su conversión, Margarita fue un domingo a misa a Laviano, su ciudad natal, llevando una cuerda atada al cuello y pidió públicamente perdón por el escándalo que había dado. Quiso también atravesar las calles de Montepulciano con aquel signo de penitencia, pero fray Giunta se lo prohibió diciéndole que eso no convenía a una mujer y que sería para ella una ocasión de orgullo espiritual. Sin embargo, le permitió más tarde ir un domingo a pedir perdón de sus pecados. Fray Giunta le prohibió igualmente que se mutilase el rostro, como tenía intención de hacerlo, y moderó las excesivas austeridades de la santa. «Padre -le dijo Margarita en cierta ocasión-, no me pidáis que pacte con mi cuerpo, porque es imposible. Mi cuerpo y yo estaremos en constante lucha hasta el día de mi muerte».

Margarita había empezado a ganarse la vida, sirviendo en casa de las damas de la ciudad; pero pronto renunció a ello para consagrarse a la oración y al cuidado de los pobres. Abandonando la casa de las damas que la habían albergado, se fue a vivir en una casucha de un barrio apartado, donde se sostenía con las limosnas de las gentes del lugar. Cuando recibía algún platillo bueno, lo daba a los pobres; para sí y para su hijo no guardaba sino los restos. Esta aparente falta de ternura con su hijo en una mujer que era tan bondadosa con los demás, puede parecer extraña, pero probablemente constituía una nueva manera de mortificarse a sí misma. A los tres años de esta vida, las tentaciones se retiraron y la santa alcanzó un nivel más alto de espiritualidad cuando empezó a comprender, por propia experiencia, el amor que Cristo profesaba a su alma. Margarita había pedido la admisión en la Tercera Orden de San Francisco; convencidos finalmente de la sinceridad de su conversión, los frailes le permitieron tomar el velo. Poco después, el hijo de Margarita fue a estudiar a la escuela de Arezzo, en la que permaneció hasta su ingreso en la orden franciscana. Desde el momento en que perteneció a la orden, Margarita empezó a progresar rápidamente en la oración y llegó a una comunión muy íntima con Jesucristo. Los éxtasis abundaban y el Salvador se convirtió en el tema dominante de su vida. Fray Giunta nos ha conservado algunos de los coloquios de la santa con el Señor, así como la descripción de algunas de sus visiones; pero hace notar que la santa tenía repugnancia a hablar de ello aun con su confesor y que sólo lo hacía cuando Dios le ordenaba hacerlo o cuando temía ser víctima de una ilusión.

No todas las comunicaciones celestiales que recibió Margarita se referían a ella. En una ocasión recibió la orden de exhortar al obispo Guillermo de Arezzo a la enmienda y a que dejase de hacer la guerra a la diócesis de Cortona. El obispo, que era turbulento y mundano, se sintió sin embargo impresionado por el aviso de la santa e hizo las paces con Cortona poco después. Las gentes atribuyeron este hecho a la mediación de Margarita. En 1289, Margarita intentó de nuevo evitar la guerra entre el obispo y los güelfos, pero en esa ocasión no tuvo éxito. Guillermo de Arezzo murió diez años después de la batalla. Sin embargo, antes de su muerte, el obispo había hecho un gran beneficio a Margarita y a la ciudad de Cortona, pues en 1286 había concedido a la santa el permiso escrito de organizar en forma permanente la ayuda a los enfermos y a los pobres. Según parece, Margarita les asistía al principio en su propia casucha; pero más tarde se le unieron algunas mujeres, una de las cuales, llamada Diabela, le regaló una casa para que la convirtiese en hospital. Margarita se ganó el apoyo del principal ciudadano de Cortona, Uguccio Casali, y éste persuadió al Concejo de la ciudad para que ayudase a la santa a construir el hospital de Santa María de la Misericordia. Las enfermeras eran terciarias franciscanas, formadas por Margarita en una congregación con estatutos especiales; el pueblo las llamaba las «poverellas». Margarita fundó además la cofradía de Nuestra Señora de la Misericordia, que tenía por fin sostener al hospital y buscar y asistir a los enfermos.

Con los años, Margarita iba entregándose cada vez más a la penitencia. Pasaba casi toda la noche en oración y contemplación; dormía en el suelo; se alimentaba con un poco de pan y verduras, y no bebía más que agua; vestía una camisa de cerdas y, se suministraba sangrientas disciplinas por sus propios pecados y por los ajenos. A pesar de las extraordinarias gracias que Dios le concedió, tuvo que soportar tremendas pruebas durante su vida. Una de ellas llegó inesperadamente, ocho años antes de la muerte de la santa. Desde el principio, había habido en Cortona algunas personas que dudaban de las sinceridad de Margarita y todas las muestras de fervor de la santa no habían bastado para convencerlas. Esas mismas personas empezaron a difundir calumnias sobre sus relaciones con los franciscanos, especialmente con fray Giunta y consiguieron despertar tales sospechas en el pueblo, que la veneración que éste profesaba a Margarita se convirtió en desprecio, como si se tratase de una mujer loca e hipócrita. Los mismos frailes se dejaron influenciar por las calumnias; se prohibió a fray Giunta que visitase a la santa y, en 1289, fue enviado por sus superiores a Siena. Los franciscanos habían interpretado mal el hecho de que la santa, tratando de vivir más retirada por orden divina, se hubiese cambiado el año anterior a una casucha más alejada del convento. Según cuenta fray Giunta, sus hermanos, viendo que la salud de Margarita iba de mal en peor, habían temido que no les fuesen confiadas las reliquias de la santa, después de su muerte. Margarita soportó con serenidad y mansedumbre todas estas pruebas y se consagró, con mayor intensidad que nunca, a la oración. De este modo la conducía Dios hacia la perfección.

Algún tiempo antes de la muerte de la santa, el Señor le dijo: «Es preciso que demuestres que te has convertido realmente... Las gracias que he derramado sobre ti no son para ti sola». Obediente a la voz de Dios, Margarita se dedicó, con todas sus fuerzas, a atacar el vicio y a convertir a los pecadores y tuvo gran éxito en esta tarea. Los tibios volvían a frecuentar los sacramentos, los pecadores hacían penitencia y las querellas entre cristianos desaparecían. Fray Giunta cuenta que la fama de las conversiones se extendió muy pronto y que los pecadores endurecidos acudían a Cortona a oír las exhortaciones de la santa, no sólo en todos los rincones de Italia, sino aún en Francia y España. La intercesión de la santa obró también numerosas curaciones, y el pueblo de Cortona, que había olvidado ya sus antiguas sospechas, acudía a la santa en todas sus dificultades. Por fin, las fuerzas de Margarita comenzaron a debilitarse rápidamente y Dios le reveló la fecha y la hora de su muerte. Recibió los últimos sacramentos de manos de fray Giunta y murió a los cincuenta años de edad, después de veinte años de penitencia. Fue aclamada como santa el día mismo de su muerte y en ese año, los ciudadanos de Cortona empezaron a construir una iglesia en su honor. Aunque no fue formalmente canonizada sino hasta 1728, la diócesis de Cortona y la Orden Seráfica habían obtenido, desde dos siglos antes, el permiso de celebrar su fiesta. Lo único que queda de la iglesia original, construida por Nicolás y Juan Pisano, es una ventana. En la iglesia actual, de estilo muy pobre, se halla el cuerpo de Margarita, bajo el altar mayor, y una estatua de la santa con su perro, que se debe a la mano de Juan Pisano.

La principal fuente histórica sobre la vida de santa Margarita es la leyenda de Fray Giunta Bevegnati. Es probable que el manuscrito 61 del convento de Santa Margarita de Cortona, haya sido corregido por el propio autor. Ver el texto en Acta Sanctorum, febrero, vol. III. Existen también las ediciones más recientes de Ludovico de Pèlago (1793) y E. Cirvelli (1897). Ver igualmente Cuthbert, A Tascan Penitent (1907); Leopold de Chérancé, Marguerite de Cortone (1927); M. Nuti, Mar gerita da Cortona: la sua legenda e la storia (1923); F. Mauriac, Margaret of Cortona (1948), y otra vida en francés, escrita por R. M. Pierazzi (1947).