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Santa Mónica, madre de familia

27 de agosto

La Iglesia venera a santa Mónica, santa esposa y santa viuda, que no sólo dio la vida corporal al famosísimo doctor san Agustín, sino que fue el principal instrumento de que Dios se valió para darle la vida de la gracia. Mónica nació en África del Norte, probablemente en Tagaste, a cien kilómetros de Cartago, el año 332. Sus padres, que eran cristianos, confiaron la educación de la niña a una institutriz que sabía formar a sus pupilas, aunque las trataba con cierta rudeza. Una de las costumbres que les inculcaba, era la de no beber nunca entre comidas. «Ahora queréis agua -les decía-; pero cuando seáis amas de casa y tengáis la bodega a vuestra disposición, querréis vino, de suerte que tenéis que acostumbraros desde ahora». Pero cuando Mónica tenía ya la edad suficiente para que le encargasen que trajera el vino de la bodega, olvidó los excelentes consejos de la institutriz; empezó por beber unos tragitos a escondidas y acabó por beber vasos enteros. Pero cierto día un esclavo que la había visto beber y con quien Mónica tuvo un altercado, la llamó "borracha". La joven sintió tal vergüenza, que no volvió a ceder jamás a la tentación. A lo que parece, desde el día de su bautismo, que tuvo lugar poco después de aquel incidente, llevó una vida ejemplar en todos sentidos.

Cuando llegó a la edad de contraer matrimonio, sus padres la casaron con un ciudadano de Tagaste, llamado Patricio. Era éste un pagano que no carecía de cualidades, pero era de temperamento muy violento y vida disoluta. Mónica tuvo que perdonarle muchas cosas, pero todo lo soportó con la paciencia de un carácter fuerte y bien disciplinado. Por su parte, Patricio, aunque criticaba la piedad de su esposa y su liberalidad para con los pobres, la respetó siempre mucho y, ni en sus peores explosiones de cólera, levantó la mano contra ella. A la larga, Mónica, con su ejemplo y oraciones, convirtió al cristianismo no sólo a su esposo, sino también a su suegra, mujer de carácter difícil, cuya presencia constante en el hogar de su hijo había dificultado aún más la vida de Mónica. Patricio murió santamente en 371, al año siguiente de su bautismo. Tres de sus hijos habían sobrevivido, dos hombres y una mujer. Las ambiciones de Patricio y Mónica se habían concentrado en el primogénito, Agustín, que era extraordinariamente inteligente, por lo que habían decidido darle la mejor educación posible. Pero el carácter caprichoso, egoísta e indolente del joven había hecho sufrir mucho a su madre. Agustín había sido catecúmeno en la adolescencia y, durante una enfermedad que le había puesto a las puertas de la muerte, estuvo a punto de recibir el bautismo; pero al recuperar rápidamente la salud, pospuso el cumplimiento de sus buenos propósitos. Cuando murió su padre, Agustín tenía diecisiete años y estudiaba retórica en Cartago. Dos años más tarde, Mónica tuvo la enorme pena de saber que su hijo llevaba una vida disoluta y había abrazado la herejía maniquea. Cuando Agustín volvió a Tagaste, Mónica le cerró las puertas de su casa, durante algún tiempo, para no oír las blasfemias del joven. Pero una consoladora visión que tuvo, la hizo tratar menos severamente a su hijo. Soñó, en efecto, que se hallaba en el bosque, llorando la caída de Agustín, cuando se le acercó un personaje resplandeciente y le preguntó la causa de su pena. Después de escucharla, le dijo que secase sus lágrimas y añadió: «Tu hijo está contigo». Mónica volvió los ojos hacia el sitio que le señalaba y vio a Agustín a su lado. Cuando Mónica contó a Agustín sl sueño, el joven respondió con desenvoltura que Mónica no tenía más que renunciar al cristianismo para estar con él; pero la santa respondió al punto: «No se me dijo que yo estaba contigo, sino que tú estabas conmigo».

Esta hábil respuesta impresionó mucho a Agustín, quien más tarde la consideraba como una inspiración del cielo. La escena que acabamos de narrar, tuvo lugar hacia fines del año 337, es decir, casi nueve años antes de la conversión de Agustín. En todo ese tiempo, Mónica no dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los miembros del clero que discutiesen con él, por más que éstos le aseguraban que era inútil hacerlo, dadas las disposiciones de Agustín. Un obispo, que había sido maniqueo, respondió sabiamente a las súplicas de Mónica: «Vuestro hijo está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de Dios». Como Mónica siguiese insistiendo, el obispo pronunció las famosas palabras: «Estad tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas». La respuesta del obispo y el recuerdo de la visión eran el único consuelo de Mónica, pues Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento. Cuando tenía veintinueve años, el joven decidió ir a Roma a enseñar la retórica. Aunque Mónica se opuso al plan, pues temía que no hiciese sino retardar la conversión de su hijo, estaba dispuesta a acompañarle si era necesario. Fue con él al puerto en que iba a embarcarse; pero Agustín, que estaba determinado a partir solo, recurrió a una vil estratagema. Fingiendo que iba simplemente a despedir a un amigo, dejó a su madre orando en la iglesia de San Cipriano y se embarcó sin ella. Más tarde, escribió en las «Confesiones»: «Me atreví a engañarla, precisamente cuando ella lloraba y oraba por mí». Muy afligida por la conducta de su hijo, Mónica no dejó por ello de embarcarse para Roma; pero al llegar a esa ciudad, se enteró de que Agustín había partido ya para Milán. En Milán conoció Agustín al gran obispo san Ambrosio. Cuando Mónica llegó a Milán, tuvo el indecible consuelo de oír de boca de su hijo que había renunciado al maniqueísmo, aunque todavía no abrazaba el cristianismo. La santa, llena de confianza, pensó que lo haría, sin duda, antes de que ella muriese.

En san Ambrosio, por quien sentía la gratitud que se puede imaginar, Mónica encontró a un verdadero padre. Siguió fielmente sus consejos, abandonó algunas prácticas a las que estaba acostumbrada, como la de llevar vino, legumbres y pan a las tumbas de los mártires; había empezado a hacerlo así, en Milán, como lo hacía antes en Africa; pero en cuanto supo que san Ambrosio lo había prohibido porque daba lugar a algunos excesos y recordaba las «parentalia» paganas, renunció a la costumbre. San Agustín hace notar que tal vez no hubiese cedido tan fácilmente de no haberse tratado de san Ambrosio. En Tagaste Mónica observaba el ayuno del sábado, como se acostumbraba en África y en Roma. Viendo que la práctica de Milán era diferente, pidió a Agustín que preguntase a san Ambrosio lo que debía hacer. La respuesta del santo ha sido incorporada al derecho canónico: «Cuando estoy aquí no ayuno los sábados; en cambio, ayuno los sábados cuando estoy en Roma. Haz lo mismo y atente siempre a la costumbre de la Iglesia del sitio en que te halles». Por su parte, san Ambrosio tenía a Mónica en gran estima y no se cansaba de alabarla ante su hijo. Lo mismo en Milán que en Tagaste, Mónica se contaba entre las más devotas cristianas; cuando la reina madre, Justina, empezó a perseguir a san Ambrosio, Mónica fue una de las que hicieron largas vigilias por la paz del obispo y se mostró pronta a morir por él.

Finalmente, en agosto del año 386, llegó el ansiado momento en que Agustín anunció su completa conversión al catolicismo. Desde algún tiempo antes, Mónica había tratado de arreglarle un matrimonio conveniente, pero Agustín declaró que pensaba permanecer célibe toda su vida. Durante las vacaciones de la época de la cosecha, se retiró con su madre y algunos amigos a la casa de veraneo de uno de ellos, que se llamaba Verecundo, en Casiciaco. El santo ha dejado escritas en sus «Confesiones» algunas de las conversaciones espirituales y filosóficas en que pasó el tiempo de su preparación para el bautismo. Mónica tomaba parte en esas conversaciones, en las que demostraba extraordinaria penetración y buen juicio y un conocimiento poco común de la Sagrada Escritura. En la Pascua del año 387, san Ambrosio bautizó a san Agustín y a varios de sus amigos. El grupo decidió partir al África, y con ese propósito los catecúmenos se trasladaron a Ostia, a esperar un barco. Pero ahí se quedaron, porque la vida de Mónica tocaba a su fin, aunque sólo ella lo sabía. Poco antes de su última enfermedad, había dicho a Agustín: «Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cuál es mi misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e hijo de Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que has renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su servicio».

Mónica había querido que la enterrasen junto a su esposo. Por eso, un día en que hablaba con entusiasmo de la felicidad de acercarse a la muerte, alguien le preguntó si no le daba pena pensar que sería sepultada tan lejos de su patria. La santa replicó: «No hay sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer que Dios no encuentre mi cuerpo para resucitarlo». Cinco días más tarde, cayó gravemente enferma. Al cabo de nueve días de sufrimientos, fue a recibir el premio celestial, a los cincuenta y cinco años de edad. Agustín le cerró los ojos y contuvo sus lágrimas y las de su hijo Adeodato, pues consideraba como una ofensa llorar por quien había muerto tan santamente. Pero, en cuanto se halló solo y se puso a reflexionar sobre el cariño de su madre, lloró amargamente. El santo escribió: «Si alguien me critica por haber llorado menos de una hora a la madre que lloró muchos años para obtener que yo me consagre a Ti, Señor, no permitas que se burle de mí; y, si es un hombre caritativo, haz que me ayude a llorar mis pecados en Tu presencia». En las «Confesiones», Agustín pide a los lectores que rueguen por Mónica y Patricio. Pero en realidad, son los fieles los que se han encomendado, desde hace muchos siglos, a las oraciones de Mónica, patrona de las mujeres casadas y modelo de las madres cristianas.

Apenas sabemos nada de santa Mónica, fuera de lo que sobre ella cuenta san Agustín en sus escritos, particularmente en el lib. IX de las «Confesiones». Ciertamente no es auténtica la carta en que se dice que san Agustín describió a su hermana Perpetua los últimos momentos de su madre. El texto de dicha carta puede verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. I. En su artículo «Mónica» en Dictionnaire d'Archéologie chrétienne et de Liturgie, , vol. XI, cc. 2332-2356, Dom H. Leclercq da muchos datos sobre Tagaste (actualmente Suk Arrhas) y los restos de la basílica de Cartago, descubiertos en el siglo XX. Sin embargo, hay que confesar que todo ello tiene poco que ver con santa Mónica, a no ser porque en los tiempos modernos se ha consagrado a la santa una capilla de la ciudad. Hay que hacer notar también que no existen, prácticamente, huellas del culto a santa Mónica antes del traslado de sus restos, de Ostia a Roma, en 1430, según se dice. Se cree que las reliquias de la santa se conservan en la iglesia de S. Agostino.
Cuadros:
-Santa Mónica, de Luis Tristán, 1616, Museo del Prado, Madrid.
-El joven Agustín presentado al maestro por su madre y su padre, Benozzo Gozzoli, 1464/65, en la iglesia de Sant'Agostino in San Gimignano.