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Santa Paula, viuda

26 de enero

La principal de las santas viudas, Paula, sobrepasaba a todas las matronas romanas en riquezas, nacimiento e inteligencia. Había nacido el 5 de mayo de 347. Por las venas de su madre, Blesila, corría la sangre de los Escipiones, de los Gracos y de Paulo Emilio. Su padre pretendía ser descendiente de Agamenón, y su marido de Eneas. Paula tuvo un hijo, llamado Toxocio como su marido, y cuatro hijas: Blesila, Paulina, Eustoquio y Rufina. Paula poseía en alto grado todas las virtudes de una mujer casada, y ella y su marido edificaron a Roma con su ejemplo. Sin embargo, la virtud de Paula no carecía de defectos, particularmente el de cierto amor a la vida mundana, casi inevitable en una mujer de tan alta posición. Al principio, Paula no se daba cuenta de esa secreta tendencia de su corazón; pero la muerte de su esposo, ocurrida cuando ella tenía treinta y tres años, le abrió los ojos. Su pena fue inmoderada, hasta el momento en que su amiga santa Marcela, una viuda romana que asombraba con sus penitencias la persuadió de que se entregara totalmente a Dios. A partir de entonces, Paula vivió en la mayor austeridad. Su comida era muy sencilla, y no bebía vino; dormía en el suelo, sobre un saco; renunció por completo a las diversiones y a la vida social, y repartió entre los pobres todo aquello que le pertenecía y evitó lo que pudiera distraerla de sus buenas obras.

En una ocasión ofreció hospitalidad a san Epifanio de Salamis y a Paulino de Antioquía, cuando fueron a Roma. Ellos la presentaron a san Jerónimo, con quien la santa estuvo estrechamente asociada en el servicio de Dios mientras vivió en Roma, bajo el Papa san Dámaso.

Blesila, la hija mayor de santa Paula, murió súbitamente, cosa que hizo sufrir mucho a la piadosa viuda. San Jerónimo, que acababa de volver a Belén, le escribió una carta de consuelo, en la que no dejaba de reprenderla por la pena excesiva que manifestaba sin pensar que su hija había ido a recibir el premio celestial. Paulina, su segunda hija, estaba casada con Pamaquio, y murió siete años antes que su madre. Santa Eustoquio, su tercera hija, fue su inseparable compañera. Rufina murió siendo todavía joven. Cuanto más progresaba santa Paula en el gusto de las cosas divinas, más insoportable se le hacía la tumultuosa vida de la ciudad. La santa suspiraba por el desierto, y deseaba vivir en una ermita, sin tener otra cosa en que ocuparse más que en pensar en Dios. Determinó, pues, dejar su casa, su familia y sus amigos y partir de Roma. Aunque era la más amante de las madres, las lágrimas de Toxocio y Rufina no lograron desviarla de su propósito. Santa Paula se embarcó con su hija Eustoquio, el año 385; visitó a san Epifanio en Chipre, y se reunió con san Jerónimo y otros peregrinos en Antioquía. Los peregrinos visitaron los Santos Lugares de Palestina y fueron a Egipto a ver a los monjes y anacoretas del desierto. Un año más tarde llegaron a Belén, donde santa Paula y santa Eustoquio se quedaron bajo la dirección de san Jerónimo.

Las dos santas vivieron en una choza, hasta que se acabó de construir el monasterio para hombres y los tres monasterios para mujeres. Estos últimos constituían propiamente una sola casa, ya que las tres comunidades se reunían noche y día en la capilla para el oficio divino, y los domingos en la iglesia próxima. La alimentación era escasa y mala, los ayunos frecuentes y severos. Todas las religiosas ejercían algún oficio y tejían vestidos para sí y para los demás. Todas vestían un hábito idéntico. Ningún hombre podía entrar en el recinto de los monasterios. Paula gobernaba con gran caridad y discreción. Era la primera en cumplir las reglas, y participaba, como Eustoquio, en los trabajos de la casa. Si alguna religiosa se mostraba locuaz o airada, su penitencia consistía en aislarse de la comunidad, colocarse la última en las filas, orar fuera de las puertas y comer aparte, durante algún tiempo. Paula quería que el amor a la pobreza se manifestase también en los edificios e iglesias, que eran construcciones bajas y sin ningún adorno costoso. Según la santa, era preferible repartir el dinero entre los pobres, miembros vivos de Cristo.

Paladio afirma que santa Paula se ocupaba de atender a san Jerónimo, y le fue a éste de gran utilidad en sus trabajos bíblicos, pues su padre le había enseñado el griego y en Palestina había aprendido suficiente hebreo para cantar los salmos en la lengua original. Además, san Jerónimo la había iniciado en las cuestiones exegéticas lo bastante para que Paula pudiese seguir con interés su desagradable discusión con el obispo Juan de Jerusalén sobre el origenismo. Los últimos años de la santa se vieron ensombrecidos por esta disputa y por las preocupaciones económicas que su generosidad había producido. Toxocio, el hijo de santa Paula, se casó con Leta, la hija de un sacerdote pagano, que era cristiana. Ambos fueron fieles imitadores de la vida de su madre y enviaron a su hija Paula a educarse en Jerusalén al cuidado de su abuela. Paula, la joven, sucedió a santa Paula en el gobierno de los monasterios. San Jerónimo envió a Leta algunos consejos para la educación de su hija, que todos los padres deberían leer. Dios llamó a sí a santa Paula a los cincuenta y seis años de edad. Durante su última enfermedad, la santa repetía incansablemente los versos de los salmos que expresan el deseo del alma de ver la Jerusalén celestial y unirse con Dios. Cuando perdió el habla, santa Paula hacía la señal de la cruz sobre sus labios. Murió en la paz del Señor, el 26 de enero del año 404.

Prácticamente todos los datos que poseemos sobre santa Paula nos vienen de san Jerónimo, sobre todo de la carta 108, que es una especie de biografía; se encuentra en Migne, P. L., vol. XXII, cc. 878-906, y en Acta Sanctorum, 26 de enero. Ver también la encantadora monografía de F. Lagrange, Histoire de Ste. Paule, que ha sido reeditada muchas veces desde 1868; y R. Genier, Ste. Paule (1917).
Cuadro: Santa Paula con Santa Eustoquio y San Jerónimo, de Francisco Zurbarán, c. 1640, National Gallery of Art, Washington, USA.