La verdadera reforma
El deseo de reformar, de cambiar tantas cosas que no van bien, nace desde lo más profundo del corazón, desde la sed de justicia y de paz que se esconde en cada uno de nosotros. Queremos reformar el mundo, la economía, la política, la limpieza del aire y la eficacia de los servicios públicos. Queremos reformar las leyes injustas, los desequilibrios entre el Norte y el Sur, la pobreza endémica de tantos pueblos, las situaciones de injusticia.
Queremos reformarlo todo. Incluso queremos reformarnos a nosotros mismos. Quitar esa mala costumbre de rascarnos las manos cuando hablamos. O ese deseo innoble de rebajar los méritos de los demás. O esa pereza que nos hace llegar siempre tarde a todos los compromisos.
Hay que cambiar muchas cosas, hay miles de problemas en el mundo y en la propia vida. Pero la verdadera reforma, la que soluciona ese gran misterio que es el hombre, solo puede venir de una fuerza superior: de Dios.
La ayuda de Dios
Por eso, cuando buscamos un mundo mejor, cuando queremos que llegue la justicia, cuando soñamos con dejar un vicio y empezar a vivir honestamente en la familia o en el trabajo, la mejor ayuda nos llega del Dios hecho presente en la historia a través de Jesús de Nazaret.
Los santos nos muestran cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una vida del modo justo: a vivir a la manera de Dios. Los beatos y los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente la propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo.
San Francisco de Asís
De este modo, los santos han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han remontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: «Y era muy bueno».
Basta pensar en figuras como San Benito, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Ávila, San Ignacio de Loyola, San Carlos Borromeo, Santo Domingo de Guzmán, a los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XVIII, que han animado y orientado el movimiento social; o a los santos de nuestro tiempo: Maximiliano Kolbe, Edith Stein, Madre Teresa, Padre Pío, Hrna Laura.
El llamado de Dios
El Papa Emerito Benedicto quiso dar mayor fuerza a estas ideas con una frase atrevida: "Los santos, hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún: solo de los santos, solo de Dios, proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo".
San Francisco de Asís: un ejemplo de fe
San Francisco de Asís, nacido en 1182, fue un hombre que amaba la belleza, era exigente con la comida, odiaba la deformidad. Sin embargo, un día, mientras viajaba por el campo, se encontró cara a cara con un leproso. Repelido por la apariencia y el olor del leproso, Francisco, sin embargo, saltó de su caballo y besó la mano del leproso. Con su beso le fue devuelta la paz y Francisco se llenó de alegría.
La pobreza y la fe
Francisco supone que esto significaba la iglesia, el edificio en ruinas. Tomó la tela de la tienda de su padre y la vendió para obtener dinero para reparar la iglesia. Su padre vio esto como un acto de robo – y puso junto la cobardía de Francisco, la pérdida de dinero, y su creciente desinterés por el dinero, haciendo a Francisco parecer más como un loco que como su hijo.
Pero Francisco no es santo porque decidió ser pobre, porque ayudó mucho a los pobres, porque fundó una orden, porque… él es santo porque era un enamorado del Señor y correspondió a la Gracia de modo heroico.
Santo Domingo de Guzmán
Santo Domingo de Guzmán dejó un testamento de paz, como herederos de lo que fue la pasión de su vida: vivir con Cristo y aprender de Él la vida apostólica. Configurarse con Cristo, esa fue la santidad de Domingo: su ardiente deseo de que la Luz de Cristo brillara para todos los hombres, su compasión por un mundo sufriente llamado a nacer a su verdadera vida, su celo en servir a una Iglesia que ensanchara su tienda hasta alcanzar las dimensiones del mundo.
Nació en Caleruega (Burgos) en 1170, en el seno de una familia profundamente creyente y muy encumbrada. Sus padres, don Félix de Guzmán y doña Juana de Aza, parientes de reyes castellanos y de León, Aragón, Navarra y Portugal, descendían de los condes-fundadores de Castilla.
La Orden de Predicadores
En 1215 establece en Tolosa la primera casa de su Orden de Predicadores, cedida a Domingo por Pedro Sella, quien con Tomás de Tolosa se asocia a su obra. En 1215 asiste al Concilio de Letrán donde solicita la aprobación de su Orden. Será un año después, el 22 de Diciembre de 1216, cuando reciba del Papa Honorio III la Bula “Religiosam Vitam” por la que confirma la Orden de Frailes Predicadores.
Legado de los santos
Al año siguiente retorna a Francia y en el mes de Agosto dispersa a sus frailes, enviando cuatro a España y tres a París, decidiendo marchar él a Roma. Meses después enviará los primeros Frailes a Bolonia.
Con su Orden perfectamente estructurada y más de sesenta comunidades en funcionamiento, agotado físicamente, tras breve enfermedad, murió el 6 de agosto de 1221, a los cincuenta y un años de edad, en el convento de Bolonia, donde sus restos permanecen sepultados. En 1234, su gran amigo y admirador, el Papa Gregorio IX, lo canonizó.