La Iglesia Católica enseña que Jesucristo se hace presente de manera especial en la Eucaristía. En el Evangelio de Juan, Jesús dice: Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, el que crea en mí no tendrá nunca sed (Jn 6, 35). En este contexto, Jesús nos invita a alimentarnos de Él, y es en la Eucaristía donde nos alimentamos del Pan de Vida que es el Señor Jesús mismo.
Algunos podrían objetar que las palabras de Jesús en la Eucaristía son simbólicas. Sin embargo, el contexto en el que Jesús afirma que Él es el pan de vida no es simbólico o alegórico, sino doctrinal. En el diálogo con los judíos en el Capítulo 6 de San Juan, Jesucristo responde reafirmando el sentido inmediato de sus palabras. Enfrentado a preguntas y objeciones, Jesús insiste en el sentido único de sus palabras: Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida (Jn 6, 55).
Los Apóstoles entendieron en sentido inmediato las palabras de Jesús en la última cena. En el Evangelio de Lucas, se relata que Jesús tomó pan... y dijo: 'Tomad y comed, esto es mi cuerpo' (Lc 22, 19). Los Apóstoles no preguntaron por una explicación simbólica, sino que aceptaron el sentido inmediato de las palabras y comieron. San Pablo también expone la fe de la Iglesia en el mismo sentido: La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? (1 Cor 10, 16).
La Iglesia enseña que la Eucaristía es un sacrificio, pero no como acontecimiento histórico y visible, sino como sacramento y, por lo tanto, es incruento, es decir, sin dolor ni derramamiento de sangre (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1367). En la Misa, Jesucristo no sufre una 'nueva agonía', sino que es la oblación amorosa del Hijo al Padre, por la cual Dios es perfectamente glorificado y los hombres son santificados (Concilio Vaticano II. Sacrosanctum Concilium n. 7).
El sacrificio de la Misa no añade nada al Sacrificio de la Cruz ni lo repite, sino que representa, en el sentido de que hace presente sacramentalmente en nuestros altares, el mismo y único sacrificio del Calvario (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1366; Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n. 24). El texto de Hebreos 7, 27 no dice que el sacrificio de Cristo lo realizó de una vez y ya se acabó, sino de una vez para siempre. Esto quiere decir que el único sacrificio de Cristo permanece para siempre (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1364).