En los misterios dolorosos contemplamos en Cristo a todos los hombres sufriendo
En el sacrificio de Cristo, los dolores humanos se transforman en una oblación agradable a Dios. Su propio padecimiento se convierte en redención.
La Oración en el Huerto
Dice el evangelista Lucas: «Salió (del cenáculo) y, como de costumbre, fue hacia el monte de los Olivos, y los discípulos le siguieron. Y se apartó de ellos y, puesto de rodillas, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»…Y sumido en angustia, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como de gotas espesas de sangre que caían en tierra». (Lc 22, 39-44)
Contemplación
Con un corazón conmovido, contemplamos a Jesús en la hora y el lugar del supremo abandono. Su sudor se convierte en gotas de sangre que caen en la tierra. La pena íntima en su alma, la amargura insondable de su soledad, el decaimiento en el cuerpo abrumado. Su agonía es el preludio de la pasión que ya no es lejana, sino presente.
Reflexión
La escena de Getsemaní nos recuerda que debemos aceptar el sufrimiento con fe y resignación. Las palabras de Jesús, “No se haga mi voluntad, sino la tuya”, nos enseñan a aceptar el sufrimiento cuando es Dios quien lo quiere o permite. Esta aceptación nos da la certeza de méritos inefables y el merecimiento de la vida divina.
La flagelación del Señor
Dice Mateo: «Díceles Pilato: «¿Y qué voy a hacer con Jesús, el llamado Cristo?» Y todos a una: «¡Sea crucificado!»…Pilato, entonces, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás y entregó a Jesús, después de azotarlo, para que fuera crucificado». (Mt 27, 22; Mc 15, 15)
Contemplación
El misterio trae a la memoria el suplicio despiadado de latigazos innumerables sobre los miembros santos e inmaculados del Señor. El hombre es cuerpo y alma, y el cuerpo está sujeto a tentaciones humillantes. La voluntad, más débil aún, puede ser arrastrada fácilmente.
Reflexión
La flagelación del Señor nos enseña que debemos aceptar la disciplina constante y la diaria mortificación de las pasiones. A través de esta práctica, podemos llegar a una semejanza cada vez más estrecha con Jesucristo y participar en sus méritos. No podemos llegar a esto por fáciles exaltaciones, fanatismo o indiferencia.
La coronación de espinas
Dice Marcos: «Los soldados le llevaron dentro del palacio, es decir, al pretorio, y llamaron a toda la cohorte. Le visten de púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñen. Y se pusieron a saludarle: «¡Salve, Rey de los judíos!». (Mc 15, 16-18)
Contemplación
La contemplación del misterio se orienta hacia aquellos que llevan el peso de graves responsabilidades en la sociedad. Es el misterio de los gobernantes, legisladores, magistrados. Sobre la cabeza de Cristo, rey, una corona de espinas. Sobre la de ellos también otra corona, innegablemente aureolada de dignidad y excelencia, símbolo de una autoridad que viene de Dios y es divina.
Reflexión
Es el misterio cuya contemplación se ajusta mejor a aquellos que llevan el peso de graves responsabilidades en el cuidado de las almas y en la dirección del cuerpo social. También sobre su cabeza hay una corona en la cual está, sí, una aureola de dignidad y de distinción, pero que por ello mismo pesa y punza, procura espinas y disgustos. Donde está la autoridad no puede faltar la cruz, a veces de la incomprensión, la del desprecio, o la de la indiferencia y la de la soledad.
Cristo con la cruz a cuestas
Dice Juan: «Tomaron, pues, a Jesús, y él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí, le crucificaron». (Jn 19, 16-18)
Contemplación
La vida humana es un continuo caminar, largo y pesado. Siempre hacia arriba, por la cuesta áspera, por los pasos marcados a todos en el monte. En este misterio Jesucristo representa al género humano. ¡Ay, de nosotros si su cruz no fuera para nosotros! El hombre, tentado de egoísmo o de dureza, sucumbiría en el camino, tarde o temprano.
Reflexión
Contemplando a Jesucristo que sube al Calvario, aprendemos a abrazarnos y besar la cruz, a llevarla con generosidad, con alegría. Según San Juan de la Cruz, “En la cruz está la salvación, en la cruz la vida, en la cruz está la defensa contra los enemigos, en ella la infusión de una suavidad soberana”.
Crucifixión y muerte del Señor
Dice Juan: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «ahí tienes a tu madre»…(después) la oscuridad cayó sobre toda la tierra hasta la hora de nona…y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró». (Jn 19, 26-27; Lc 23, 44-46)
Contemplación
“La vida y la muerte se abrazaron en un duelo sublime”. La vida y la muerte representan los puntos clave y resolutivos del sacrificio de Cristo. Con su sonrisa de Belén, que prende en los labios de todos los hombres en el alba de su aparición sobre la tierra; y su deseo y último en la cruz, que unió al suyo todos nuestros dolores para santificarlos, que expió todos nuestros pecados, cancelándolos al fin, he ahí la vida de Jesús entrando en la nuestra.
Reflexión
Vida y muerte representan los dos puntos preciosos y orientadores del sacrificio de Cristo: desde la sonrisa de Belén que quiere abrirse a todos los hijos de los hombres en su primera aparición en la tierra, hasta el suspiro final que recoge todos los dolores para santificarnos, todos los pecados para borrarlos. Y María está junto a la cruz, como estaba junto al Niño de Belén. Supliquémosle a ella que es madre; pidámosle que también ella interceda por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”.