Biblia y evangelización
La importancia de los laicos y la tarea indispensable de los ministros ordenados, encontramos un sentido e identidad católica = universal, uno no puede separar la evangelización del carácter bautismal sacerdote, profeta y rey.
Ya que entendemos esta característica «18.Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. 19. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, 20.y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia. Mateo, 28
Primeramente encontramos la palabra de Dios que hace eco (catequesis κατηχεῖν,’instruir’) en nuestra vida, para así reconociendo a Jesús como luz del mundo juan 8,12 y por medio del fuego del Espíritu Santo somos reflejo y somos Luz y sal del mundo mateo 15, 14.
Ser el buen aroma de Cristo 2 de corintios 2,15, dar testimonio, ser testimonio como instrumento aunque imperfecto en medida que vaciamos de nosotros mismo y dejamos que el Espíritu inspire la gracia transformadora, hacer que Cristo sea presente en que se vea en nuestras vidas en nuestra manera de ver y responder en las distintas situaciones publicas y privadas.
Por qué resaltar tanto a Cristo pues él es centro de todo el mensaje evangelico, nos da plenitud del modelo de la palabra de Dios, no un mensaje lejano, frio o hasta imposible como muchos quedados en una forma antigua de un Dios castigador, cruel, que rige la ley sobre la misericordia hacia el hombre, una visión exclusiva de un pueblo, raza o grupo.
Ahora bien el papel del laico en esta evangelización de la palabra no es nueva ya que encontramos en el padre de la apologética católica esta frase de san Justino: Tenemos la obligación de dar ejemplo con nuestra vida y nuestra doctrina, no sea que hayamos de pagar nosotros el castigo de quienes parecen ignorar nuestra religión, y así pecaron por su ceguera. Pero también vosotros debéis oírnos y juzgar con rectitud porque, en adelante, estando instruidos, no tendréis excusa alguna ante Dios si no obráis justamente.
San Juan Pablo II «No hay ningún miembro que no tenga parte en la misión de todo el Cuerpo, sino que cada uno debe venerar a Jesús en su corazón y dar testimonio de Jesús con la inspiración profética»
VOCACIÓN DE LOS LAICOS AL APOSTOLADO
DECRETO: APOSTOLICAM ACTUOSITATEM
SOBRE EL APOSTOLADO DE LOS LAICOS
Participación de los laicos en la misión de la Iglesia
La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin, se llama apostolado, que ejerce la Iglesia por todos sus miembros y de diversas maneras; porque la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Como en la complexión de un cuerpo vivo ningún miembro se comporta de una forma meramente pasiva, sino que participa también en la actividad y en la vida del cuerpo, así en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, «todo el cuerpo crece según la operación propia, de cada uno de sus miembros» (Ef., 4,16).Y por cierto, es tanta la conexión y trabazón de los miembros en este Cuerpo (Cf. Ef., 4,16), que el miembro que no contribuye según su propia capacidad al aumento del cuerpo debe reputarse como inútil para la Iglesia y para sí mismo.
En la Iglesia hay variedad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y a sus sucesores les confirió Cristo el encargo de enseñar, de santificar y de regir en su mismo nombre y autoridad. Mas también los laicos hechos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo.
En realidad, ejercen el apostolado con su trabajo para la evangelización y santificación de los hombres, y para la función y el desempeño de los negocios temporales, llevado a cabo con espíritu evangélico de forma que su laboriosidad en este aspecto sea un claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres. Pero siendo propio del estado de los laicos el vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, ellos son llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento.
Fundamento del apostolado seglar
Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza. Ya que insertos en el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Son consagrados como sacerdocio real y gente santa (Cf. 1 Pe., 2,4-10) para ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus obras, y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo. La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía.
El apostolado se ejerce en la fe, en la esperanza y en la caridad, que derrama el Espíritu Santo en los corazones de todos los miembros de la Iglesia. Más aún, el precepto de la caridad, que es el máximo mandamiento del Señor, urge a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de su reino, y la vida eterna para todos los hombres: que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo (Cf. Jn., 17,3).
Por consiguiente, se impone a todos los fieles cristianos la noble obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra.
Para ejercer este apostolado, el Espíritu Santo, que produce la santificación del pueblo de Dios por el ministerio y por los Sacramentos, concede también dones peculiares a los fieles (Cf. 1 Cor., 12,7) «distribuyéndolos a cada uno según quiere» (1 Cor., 12,11), para que «cada uno, según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los otros», sean también ellos «administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pe., 4,10), para edificación de todo el cuerpo en la caridad (Cf. Ef., 4,16).
De la recepción de estos carismas, incluso de los más sencillos, procede a cada uno de los creyentes el derecho y la obligación de ejercitarlos para bien de los hombres y edificación de la Iglesia, ya en la Iglesia misma., ya en el mundo, en la libertad del Espíritu Santo, que «sopla donde quiere» (Jn., 3,8), y, al mismo tiempo, en unión con los hermanos en Cristo, sobre todo con sus pastores, a quienes pertenece el juzgar su genuina naturaleza y su debida aplicación, no por cierto para que apaguen el Espíritu, sino con el fin de que todo lo prueben y retengan lo que es bueno (Cf. 1 Tes., 5,12; 19,21).
La espiritualidad seglar en orden al apostolado
Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen de todo el apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado seglar depende de su unión vital con Cristo, porque dice el Señor: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer» (Jn. 15,4-5). Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre de auxilios espirituales, que son comunes a todos los fieles, sobre todo por la participación activa en la Sagrada Liturgia, de tal forma los han de utilizar los fieles que, mientras cumplen debidamente las obligaciones del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de las actividades de su vida, sino que han de crecer en ella cumpliendo su deber según la voluntad de Dios.
Es preciso que los seglares avancen en la santidad decididos y animosos por este camino, esforzándose en superar las dificultades con prudencia y paciencia. Nada en su vida debe ser ajeno a la orientación espiritual, ni las preocupaciones familiares, ni otros negocios temporales, según las palabras del Apóstol: «Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por El» (Col., 3,17).
Pero una vida así exige un ejercicio continuo de fe, esperanza y caridad.
Solamente con la luz de la fe y la meditación de su palabra divina puede uno conocer siempre y en todo lugar a Dios, «en quien vivimos, nos movemos y existimos» (Act., 17,28), buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, sean deudos o extraños, y juzgar rectamente sobre el sentido y el valor de las cosas materiales en sí mismas y en consideración al fin del hombre.
Los que poseen esta fe viven en la esperanza de la revelación de los hijos de Dios, acordándose de la cruz y de la resurrección del Señor.
Escondidos con Cristo en Dios, durante la peregrinación de esta vida, y libres de la servidumbre de las riquezas, mientras se dirigen a los bienes imperecederos, se entregan gustosamente y por entero a la expansión del reino de Dios y a informar y perfeccionar el orden de las cosas temporales con el espíritu cristiano. En medio de las adversidades de este vida hallan la fortaleza de la esperanza, pensando que «los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rom., 8,18).
Impulsados por la caridad que procede de Dios hacen el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe (Cf. Gál., 6,10), despojándose «de toda maldad y de todo engaño, de hipocresías, envidias y maledicencias» (1 Pe., 2,1), atrayendo de esta forma los hombres a Cristo. Mas la caridad de Dios que «se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rom., 5,5) hace a los seglares capaces de expresar realmente en su vida el espíritu de las Bienaventuranzas. Siguiendo a Cristo pobre, ni se abaten por la escasez ni se ensoberbece por la abundancia de los bienes temporales; imitando a Cristo humilde, no ambicionan la gloria vana (Cf. Gál., 5,26) sino que procuran agradar a Dios antes que a los hombres, preparados siempre a dejarlo todo por Cristo (Cf. Lc., 14,26), a padecer persecución por la justicia (Cf. Mt., 5,10), recordando las palabras del Señor: «Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt., 16,24). Cultivando entre sí la amistad cristiana, se ayudan mutuamente en cualquier necesidad.
La espiritualidad de los laicos debe tomar su nota característica del estado de matrimonio y de familia, de soltería o de viudez, de la condición de enfermedad, de la actividad profesional y social. No descuiden, pues, el cultivo asiduo de las cualidades y dotes convenientes para ello que se les ha dado y el uso de los propios dones recibidos del Espíritu Santo.
Además, los laicos que, siguiendo su vocación, se han inscrito en alguna de las asociaciones o institutos aprobados por la Iglesia, han de esforzarse al mismo tiempo en asimilar fielmente la característica peculiar de la vida espiritual que les es propia. Aprecien también como es debido la pericia profesional, el sentimiento familiar y cívico y esas virtudes que exigen las costumbres sociales, como la honradez, el espíritu de justicia, la sinceridad, la delicadeza, la fortaleza de alma, sin las que no puede darse verdadera vida cristiana.
El modelo perfecto de esa vida espiritual y apostólica es la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, la cual, mientras llevaba en este mundo una vida igual que la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo, cooperó de un modo singularísimo a la obra del Salvador; más ahora, asunta el cielo, «cuida con amor maternal de los hermanos de su Hijo, que peregrinan todavía y se debaten entre peligros y angustias, hasta que sean conducidos a la patria feliz». Hónrenla todos devotísimamente y encomienden su vida y apostolado a su solicitud de Madre.