Parábola del buen Samaritano
La parábola del buen samaritano es una de las parábolas de Jesús más conocidas, relatada en el Evangelio de Lucas, capítulo 10, versículos 29-37. Se le considera una de las parábolas más realistas y reveladoras del método didáctico empleado por Jesús de Nazaret. Presenta el tono que caracteriza a las llamadas parábolas de la misericordia propias del Evangelio de Lucas. La parábola es narrada por el propio Jesús a fin de ilustrar que la caridad y la misericordia son las virtudes que guiarán a los hombres a la piedad y la santidad.
Enseña también que cumplir el espíritu de la ley, el amor, es mucho más importante que cumplir a la letra de la ley. En esta parábola, Jesús amplía la definición de prójimo. La elección de la figura de un samaritano, considerado un herético para los sectores más ortodoxos de la religión hebrea, sirve para redefinir el concepto de prójimo que se manejaba entonces.
Jesús, mediante esta parábola muestra que la fe debe manifestarse a través de las obras, revolucionando el concepto de fe en la vida religiosa judía, entre los cuales resaltaban grupos como el de los fariseos a quienes Jesús llama «hipócritas» en varias ocasiones por su excesivo apego a la letra de la ley y su olvido por cumplir el espíritu de la ley.
La narración comienza cuando un doctor de la ley le preguntó a Jesús con ánimo de ponerlo a prueba que debía hacer para obtener la vida eterna. Jesús en respuesta, le preguntó que está escrito en la ley de Moisés. El doctor le contesto con dos citas de la Biblia: “Amaras al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas” ( Deuteronomio 6,5) y amarás atu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18) Jesús le dijo que había respondido correctamente y lo invito a comportarse en consecuencia.
Veamos como Jesús nos habla:
29Pero él (el legista), queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y, ¿quién es mi prójimo?» 30Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. 31Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verlo, dio un rodeo. 32De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio lo vio y dio un rodeo. 33Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verlo tuvo compasión; 34y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándolo sobre su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él. 35Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: «Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.» 36¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» 37El doctor dijo: «El que practicó la misericordia con él.» Jesús le dijo: «Vete y haz tú lo mismo.»
Es de notar que Jesús no definió, tal como pretendía el doctor de la ley, quién es el prójimo: solo preguntó quién obró como prójimo del herido. Por la respuesta del doctor queda implícito que se considera «prójimo» a todo aquel que obra compasivamente con otro hombre, es decir, la definición se da en función de la obra. Asimismo, el doctor no respondió a Jesús directamente («el samaritano»), sino indirectamente, al decir «el que tuvo compasión de él», lo que en general se interpreta como una dificultad de su parte en reconocer que no fueron el sacerdote o el levita quienes observaron el espíritu de la ley sino alguien que, en el ambiente judío, era considerado un hereje, un paria.
En la época de Jesús, era notorio el peligro y la dificultad que caracterizaba al camino de Jerusalén a Jericó, conocido como «Camino de Sangre», en razón de la sangre que allí se derramaba, de las muertes que ocurrían por causa de los ladrones.
El sacerdote y el levita son los dos personajes que primero pasan por delante del judío apaleado y lo ignoran, siguiendo su camino. En el caso del sacerdote, el texto señala explícitamente que «bajaba por aquel camino», es decir, que también iba hacia Jericó. La ley establecía que quien tocara un cadáver ensangrentado quedaría impuro hasta la noche, y alguien impuro no podía participar de los rituales religiosos. Más aún, según las palabras de (Levítico 21, 1-4) al sacerdote le estaba prohibido todo contacto con un cadáver, no solo antes del servicio del templo sino también en la vida cotidiana, salvo que se tratara de los restos de parientes más próximos.
Si el levita iba, como el sacerdote (Lucas 10, 31), de Jerusalén a Jericó, entonces nada le impedía tocar a un «muerto en el camino». (sacerdotes, levitas, laicos) que cada semana hacían su servicio acostumbraban a subir en grupo a Jerusalén, y no solos. Por eso, la hipótesis de los reparos rituales del levita es difícil de sostener, porque tendría que ir retrasado (para justificar que fuera de forma solitaria) o porque tendría que pertenecer a los pocos archilevitas que prestaban servicio constantemente en el templo.
«Estos dos destacados representantes de la observancia de la ley no ayudan al hombre que había sido totalmente despojado y se encontraba aparentemente muerto, por temor a contaminarse». Y siguiendo esa interpretación, el simbolismo del sacerdote y el levita no es de impiedad ni de crueldad, sino de anteponer formalismos rituales a la misericordia y el perdón. Esta imagen de la balanza entre el espíritu de la ley y la letra de la ley es uno de los pilares de la enseñanza de Jesús, y también del Antiguo Testamento: «misericordia quiero y no sacrificios» (Oseas 6,6).
La imagen del samaritano como el piadoso salvador del judío apaleado constituye toda una fragua al concepto de «prójimo». Los samaritanos y los judíos eran rivales irreconciliables; unos a otros se consideraban herejes. Los judíos fundamentaban sus razones en que los samaritanos hacían su culto en el monte Garizim (o Gerizim) en lugar del Templo de Jerusalén. Además, solamente aceptaban a Moisés como profeta, y no reconocían la tradición oral del Talmud, el libro de los Profetas ni el de los Escritos. Por su parte, los samaritanos odiaban a los judíos por las veces que estos habían destruido y profanado el santuario de Garizim.
Tenemos que caer en la cuenta que muchas veces los más religiosos y apegados a la Ley como el sacerdote y el levita al no tomar en cuenta al prójimo sufriente son los que se alejan de Dios.
Ambos pasaron “de largo” ante el herido en la orilla del camino, donde estaba Dios (Lc.10,31-32). Para ambos el incienso y los ritos religiosos eran más importantes que el herido a la orilla del camino.
El samaritano, el que aparentemente era un descreído fue quien descubrió a Dios, en el herido a la orilla del camino, allí donde verdaderamente estaba (Lc.10,29-37).
San Juan lo dice bien claro: “Si alguno dice: “Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y nosotros hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn.4,20-21).
Mientras el sacerdote y el levita creen cumplir su deber prefiriendo su pureza, a ayudar al herido, Jesús presenta como verdadero cumplimiento a quien no pone límites a su amor y al amor de los más pequeños y humillados
El buen samaritano es hoy, toda la gente de buen corazón y de buenos sentimientos. Es aquel que arriesga su vida por liberar a los demás de sus esclavitudes, sean de la clase que sean. Es el que lucha con amor por quitar la indiferencia, la opresión, el hambre, la injusticia… que hacen imposible que todo ser humano viva en dignidad. El que se alegra en sembrar la paz y el diálogo en todo momento y en todos los ambientes.
El buen samaritano es el que es incapaz de hacer sufrir a los demás. Es aquel que sabe enjugar las lágrimas del hermano que llora, devolver la sonrisa y servir al otro gratuitamente y con alegría. Es el que se esfuerza en dar lo mejor de sí mismo a las personas que ama; que lucha por lo que cree y se entrega con amar. El que entrega su vida sin interés alguno en beneficio de la comunidad y del evangelio. Como decía San Agustín: “Ama, pues, al prójimo…, y en él verás a Dios.”
En un mundo como el nuestro esta parábola debería abrirnos un panorama inmenso para nuestra fe. Sí Dios no nos lleva al hermano, ese Dios es falso. Sí nuestro Dios nos hace pasar de largo ante el hermano que nos necesita, ese Dios es falso. Sí a nuestro Dios le interesa más el rito religioso que el pobre herido en el camino de la vida, ese Dios es falso. Rescatar al Dios verdadero, al Dios de Jesús, es empezar a mirar al otro como presencia viva de Dios. El amor sincero a Dios, por lo tanto, sólo se expresa de una manera viva y real en el amor al hermano. El amor de Dios y el amor al prójimo son dos hojas de una puerta que sólo pueden abrirse y cerrarse al mismo tiempo.