Parábola del fariseo y el publicano
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias.» En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.
La lección se hace convincente por contraste, una vez más, entre el fariseo y el publicano, al revelar la verdadera economía de la gracia. Por un lado, está permitido entender esto, con Hugo de San Víctor y otros, como tipificación del rechazo del judaísmo legal y carnal; por otro lado, podemos ampliar su enseñanza al principio universal en San Juan (4,23-24) cuando nuestro Señor trasciende la distinción de judío y pagano, israelita y samaritano, en favor de una Iglesia o reino espiritual, abierto a todos. San Agustín dice (Enarr. en Sal. 74): «El pueblo judío se jactó de sus méritos, los gentiles confesaron sus pecados». Se pregunta si aquellos «que confiaban en sí mismos que eran justos y despreciaban a los demás» eran en realidad los fariseos o algunos de los discípulos. A partir del contexto no podemos decidir; pero no sería imposible si, en este período, nuestro Salvador hablara directamente a los fariseos, a quienes condenó (en ningún momento por sus buenas obras, sino) por su jactancia y su desdén por la multitud que no conocía la ley (cf. Mt. 23,12.23; Jn. 7,49).
La actitud “de pie” de los fariseos no era peculiar a ellos; nunca ha sido el modo de oración usual entre los orientales. Él dice: “Ayuno dos veces en semana”, no “dos veces los sábados». “Doy el diezmo de todo lo que poseo” significa “todo lo que me llega” como ingreso. La confesión de este hombre no reconocía ningún pecado, sino que abunda en alabanzas hacia sí mismo — una forma todavía existente cuando los cristianos se acercan al tribunal sagrado. Uno podría decir: «Él hace penitencia; no se arrepiente». El publicano es, por supuesto, un judío, Zaqueo o cualquier otro; no puede alegar mérito, pero tiene un «corazón contrito» que Dios aceptará. “Ten misericordia de mí” es muy bien traducido por la Vulgata a partir del griego, “sé propicio”, una palabra sacrificial y significativa. “Bajó a su casa justificado y aquel no” es un modo hebreo de decir que uno quedó justificado y el otro no, según enseña San Agustín. La expresión es la dikaiousthai de San Pablo; pero no se nos exige aquí examinar la idea de justificación bajo la Ley Antigua. Místicamente, la exaltación y abajamiento indicados se podrían referir a la venida del Reino y el Juicio Final.
La verdadera humildad
Los acontecimientos explican muy bien una parábola de Jesús sobre la verdadera oración, la actitud farisaica y la verdadera humildad.
El orgullo del fariseo
La oración del fariseo es rechazada porque sus pensamientos son fruto del orgullo espiritual. Hace cosas difíciles y loables en sí mismas, pero con intención torcida. El fariseo se vanagloria de sus limosnas, de sus ayunos y se compara con el publicano, al que considera inferior, juzgándole. Busca el secreto orgullo de saberse perfecto. No le mueve el amor de Dios, y no es consciente de que, sin la ayuda del Señor, no puede nada. El orgullo ha tomado una apariencia espiritual que esconde un pecado de soberbia, difícil de curar, porque está llena de buenas obras no para la gloria divina. Usa a Dios para la propia gloria.
El perdón
El publicano, en cambio, dice la verdad de su propia indignidad, por eso pide perdón. No se compara con nadie, se sitúa en su sitio y Dios le mira con compasión. Le justifica. La suya es una oración humilde, y, por eso, es escuchada y arranca bendiciones del cielo.
Juicio recto
Jesús quiere que los suyos juzguen con rectitud y no se queden en las meras apariencias, sino que dejen el juicio íntimo para Dios, y ellos oren con humildad, incluso cuando las obras buenas les puedan llevar a un cierto engreimiento y vanidad.
Sin duda, todos tenemos necesidad de transformación interior, de volver nuestro rostro a Dios. Durante nuestra vida, nosotros también nos comportamos algunas veces como el publicano o como el fariseo. En ambas situaciones, tenemos necesidad de poner los ojos en Dios y reconocer lo que de verdad somos; Él sí nos conoce y sabe de qué barro estamos hechos. Esta cuaresma es una nueva invitación que nos hace a fijarnos en Él, en dejar de lado todo lo que nos distancia de su presencia. Con un corazón humilde acudamos a su presencia y renovémosle nuestro amor, pidamos perdón por nuestras faltas y ofrezcámonos a ser cirineos en el camino al Calvario, para alivianar la carga de Jesús.
La humildad, la sencillez, la docilidad al Espíritu Santo son esenciales para abrir el corazón de Cristo. A los hombres nos gusta que nos aprecien, que nos estimen, que nos tomen en cuenta, que nos amen. Buscamos llamar la atención de quien nos rodea, de quien queremos que nos ame. ¿No queremos de igual forma llamar la atención de Cristo? ¿No queremos que Cristo nos vea y nos manifieste su amor? Pues estas virtudes serán el motivo para que Dios pose su mirada en nosotros. Siempre lo hace pero si nos esforzamos en vivir estas virtudes lo hará de manera especial.
Por el contrario, la soberbia, el orgullo, la vanidad nacen del egoísmo y lo que parecería oración no es otra cosa más que alabanza a nosotros mismos. Come el fariseo que agradecía a Dios no ser como los demás hombres porque no cometía sus mismos errores y pecados que ellos.
Los dos hombres estaban en oración pero qué oraciones tan distintas. Una hecha con presunción personal y la otra con humildad, con el corazón triste por haber fallado a Dios.
¿Quiere decir entonces que para hacer buena oración forzosamente debemos golpearnos el pecho y debamos hacer exámenes personales de autocrítica, rayando casi con un pesimismo?
Seguramente Cristo no quiere esto. Él más bien nos pide que como niños nos acerquemos a su corazón reconociendo las cualidades que nos ha dado pero tan bien con la humildad necesaria para reconocer nuestras faltas. Recordemos lo que dice el Catecismo respecto a la oración, dice que la piedad de la oración no está en la cantidad de las palabras sino en el fervor de nuestra alma.
Pidamos a Cristo que nos enseñe a orar con espíritu humilde y sencillo como el publicano que el evangelio nos presenta el día de hoy.
Continuamos con el tema de la oración. Pero esta vez nuestro Señor nos enseña otra actitud que debemos tener cuando oramos. Hoy nos dice que nuestra oración debe estar permeada de una profunda humildad y sencillez de corazón. Y, para ello, nos presenta la parábola del fariseo y el publicano.
También en esta ocasión, como en otras anteriores, san Lucas nos explica el porqué de esta historia: Jesús quiere hacer escarmentar a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás. Ésta es la postura típica del hombre altanero y orgulloso, autosuficiente y pagado de sí mismo, que se considera superior a los demás y con derechos adquiridos. En los tiempos de Jesús éste era, por desgracia, el comportamiento de muchos de los fariseos.
Fijémonos ahora en uno de los personajes centrales de la parábola de hoy: el fariseo subió al templo a orar y, “erguido, oraba para sí en su interior”. Es un monumento al orgullo. Ni siquiera se digna ponerse de rodillas para orar. No. Se queda en pie, “erguido”, encopetado en su soberbia, mirando por encima de los hombros a los demás con una autocomplacencia que indigna. Es un tipo antipático y chocante no sólo por el hecho de alabarse a sí mismo con tanta desfachatez, sino, sobre todo, por compararse con sus semejantes y despreciarlos en el fondo de su corazón. Al igual que otros fariseos, se sentía santo y “perfecto” porque observaba escrupulosamente las prescripciones externas de la Ley. Sin embargo, aparece como un ser egoísta, soberbio e injusto con sus semejantes.
Este hombre no habla con Dios, sino que se habla a sí mismo, se alaba y se autojustifica de un modo ridículo y pedante, presentando ante Dios sus “condecoraciones”, sus muchos “méritos” y títulos de gloria: ¡Oh Dios! le dice te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Ésta era su “oración”: una autoexaltación y un total desprecio de los demás. Y lo más triste del caso es que este pobre hombre creía que así agradaba al Señor.
Como contrapunto, nos presenta Jesús al publicano: se quedó atrás en la última banca del templo y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡oh Dios!, ten compasión de este pecador. ¡Qué tremendo contraste! Este hombre sabía delante de quién estaba y reconocía todas sus limitaciones personales. Experimentaba ese religioso y santo temor de presentarse ante Dios porque sentía todo el peso de sus muchos pecados; era profundamente consciente de su indignidad y sólo se humillaba, pidiendo perdón por sus maldades. Y en su humildad, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho pidiendo perdón y compasión al Señor que todo lo puede.
¡Qué diferencia de actitudes! Si nosotros tuviéramos que juzgar en el lugar de Dios, seguro que escogeríamos a este segundo hombre. Su humildad tan sincera nos conmueve y nos conquista el corazón. Enseguida sentimos simpatía por este último personaje. Los publicanos no gozaban precisamente de buena fama en Israel. Eran considerados pecadores públicos, enemigos del pueblo escogido, amigos del dinero y de la buena mesa. Y, a pesar de todo, creo que con mucho gusto perdonaríamos al publicano sus muchos errores y pecados. Nos sentimos movidos a piedad ante un comportamiento tan sincero y tan hermoso.
¿Y acaso Dios iba a obrar de un modo diferente? Yo os digo concluye nuestro Señor que el publicano bajó a su casa justificado o sea, perdonado y salvado y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.
La postura del fariseo nos produce rechazo y una cierta repugnancia interior. Nos molesta su petulancia y orgullo; y, con tristeza, condenamos en el fondo su actitud. Con estas comparaciones nuestro Señor nos exhorta vivamente a adoptar siempre una postura de humildad profunda en nuestras relaciones con Dios y con los demás. Así comprendemos más fácilmente, por experiencia personal, las hermosas palabras de la Santísima Virgen María en su Magníficat: “Dios derribó a los soberbios de sus tronos y enalteció a los humildes” (Lc 1, 52).
Cuando oremos, pues, hagámoslo con una grandísima humildad, sabiendo que no tenemos ningún motivo de gloria, ningún mérito personal, ninguna razón para exhibirnos y presumir ante Él, como hizo el fariseo. Al contrario. Estamos llenos de miserias, y sin Él nada somos ni nada podemos en el orden de la gracia. Al margen de Dios o prescindiendo de Él, somos unos pobres desgraciados, condenados a la ruina temporal y eterna.
Acordémonos de las palabras del Eclesiástico: los gritos del pobre atraviesan las nubes y sus penas consiguen su favor. Sólo si oramos con el corazón contrito y humillado, obtendremos la misericordia del Señor porque la humildad conquista el corazón de Dios. María Santísima, la creatura más amada y predilecta a los ojos de Dios, vivió siempre como la “humilde esclava del Señor”. Pidámosle que nos enseñe a ser como ella para que también nosotros seamos objeto de las complacencias de Dios nuestro Señor.
Jesús nos enseña la actitud correcta para invocar la misericordia del Padre.
El fariseo hace una oración de agradecimiento en la que se complace El Papa en la audiencia: ‘El fariseo es el símbolo del corrupto que finge rezar’.