Don de Ciencia
Hoy queremos resaltar otro don del Espíritu Santo, el don de ciencia. Cuando se habla de ciencia, el pensamiento va inmediatamente a la capacidad del hombre de conocer siempre mejor la realidad que lo circunda y de descubrir las leyes que regulan la naturaleza y el universo. Pero la ciencia que viene del Espíritu Santo no se limita al conocimiento humano: es un don especial que nos lleva a percibir, a través de la creación, la grandeza y el amor de Dios y su relación profunda con cada criatura.
El don de la ciencia nos pone en profunda sintonía con la Creación y nos hace partícipes de la limpidez de su mirada y de su juicio. Y es en esta perspectiva que logramos captar en el hombre y en la mujer el culmen de la creación, como cumplimiento de un designio de amor que está impreso en cada uno de nosotros y que nos hace reconocernos como hermanos y hermanas.
El primero es el riesgo de considerarnos dueños de la creación. Porque la creación no es una propiedad, que podemos gobernar a voluntad; ni mucho menos, es una propiedad de sólo algunos pocos: la creación es un regalo, es un don maravilloso que Dios nos ha dado, para que lo cuidemos y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre con gran respeto y gratitud.
La segunda actitud equivocada es la tentación de quedarnos en las criaturas, como si éstas pudieran ofrecer la respuesta a todas nuestras expectativas. Y el Espíritu Santo con el don de la ciencia nos ayuda a no caer en esto. (Papa Francisco Audiencia General 21 de mayo 2014)
*Sagrada Escritura*
Si el Espíritu Santo por el don de ciencia produce una lucidez sobrehumana para ver las cosas del mundo según Dios, es indudable que en Jesucristo se da en forma perfecta.
Jesús conoce a los hombres, a todos, a cada uno, en lo más secreto de sus almas (Jn 1,47; Lc 5,21-22; 7,39s): «los conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues él conocía al hombre por dentro» (Jn 2,24-25). Incluso, inmerso en el curso de los acontecimientos temporales, entiende y prevé cómo se irán desarrollando; y en concreto, conoce los sucesos futuros, al menos aquellos que el Espíritu quiere mostrarle en orden a su misión salvadora. Muestra, pues, por un poderosísimo don de ciencia, su señorío sobre el mundo presente y sus acontecimientos sucesivos: «yo os he dicho estas cosas para que, cuando llegue la hora, os acordéis de ellas y de que yo os las he dicho» (Jn 16,4).
También el hombre nuevo, iluminado por el Espíritu Santo con el don de ciencia, conoce profundamente las realidades temporales, y las ve con lucidez sobrenatural, pues las mira por los ojos de Cristo: «nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Cor 2,16).
Por el don de ciencia, en efecto, descubre el cristiano la hermosura del mundo visible, su dignidad majestuosa, que es reflejo de Dios y anticipo de las realidades definitivas, y al mismo tiempo, descubre su vanidad, es decir, su condición creatural, transitoria, efímera y también pecadora. Este segundo aspecto, la apresurada transitoriedad de todo el mundo visible, tiene muchos testimonios en las páginas de la Biblia.
«Os digo, pues, hermanos, que el tiempo es corto… Pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29.31). «Nosotros no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,18).
Por el contrario, el don de ciencia hace que el mundo visible transparente a aquel mundo invisible, al que es plenamente real, y a él quede continuamente referido. El don de ciencia, por tanto, da a sentir nuestra condición de «peregrinos y forasteros» en el mundo presente (1Pe 2,11). De este modo, toda la vida humana temporal se capta como «un tiempo de peregrinación» (1Pe 1,17).
Adviértase, en todo caso, que en modo alguno el don de ciencia implica una visión maniquea de las criaturas, como si éstas, por serlo, fueran entidades degradadas e intrínsecamente malas. Por el contrario, el mundo creado es revelación de la bondad y de la hermosura de Dios, pues «lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las criaturas» (Rm 1,20; Sab 13,4-5).
El don de ciencia, por otra parte, es un don, un don que el Espíritu Santo da, y que da especialmente a los humildes, no a los soberbios que se fían de sus propios juicios y saberes. Nuestro Señor Jesucristo, en primer lugar, no era un hombre de cultura académica, y sin embargo estaba pleno de ciencia espiritual. Y la gente se preguntaba: «¿de dónde le viene esto, y qué sabiduría es ésta que se le ha comunicado?… ¿No es éste el carpintero?» (Mc 6,2-3). La ciencia del Espíritu, en efecto, es concedida por el Padre con preferencia a los humildes y pequeños, a aquellos que no se apoyan en sus propios saberes y erudiciones.
*Teología.*
El don de ciencia es un hábito sobrenatural, infundido por Dios con la gracia santificante en el entendimiento del hombre, para que por obra del Espíritu Santo, juzgue rectamente, con lucidez sobrehumana, acerca de todas las cosas creadas, refiriéndolas siempre a su fin sobrenatural. Por tanto, en la consideración del mundo visible, el don de ciencia perfecciona la virtud de la fe, dando a ésta una luminosidad de conocimiento al modo divino (STh II-II,9).
El don de ciencia conoce profundamente las cosas creadas sin trabajo discursivo de la razón y de la fe, sino más bien por una cierta connaturalidad con Dios, es decir, por obra del Espíritu Santo, con rapidez y seguridad, al modo divino. Ve y entiende con facilidad la vida presente en referencia continua a su fin definitivo, la vida eterna.
El don de ciencia, pues, trae consigo a un tiempo dos efectos que no son opuestos, sino complementarios. De un lado, produce una dignificación suprema de la vida presente, pues las criaturas se hacen ventanas abiertas a la contemplación de Dios, y todos los acontecimientos y acciones de este mundo, con frecuencia tan contingentes, tan precarios y triviales, se revelan, por así decirlo, como causas productoras de efectos eternos. Y de otro lado, al mismo tiempo, el don de ciencia muestra la vanidad del ser de todas las criaturas y de todas sus vicisitudes temporales, comparadas con la plenitud del ser de Dios y de la vida eterna.
*Los Santos y el Don de Ciencia.*
Al don de ciencia se le suele decir la ciencia de los santos. Así la llamó Juan de Santo Tomás, en alusión a aquel texto de la Escritura: el Señor «les dió la ciencia de los santos» (Sab 10,10; In I-II, d.18, 43,10). En todos los santos, es cierto, tanto en los cultos como en los incultos, ha brillado siempre el don de ciencia, por el cual el mundo visible viene a ser revelación de Dios. Ya no es el mundo para ellos un lastre, una distracción o una tentación, sino que se torna para ellos en escala maravillosa hacia la perfecta unión con Dios.
*Con la gracia de Dios, dispongámonos a recibir el precioso don de ciencia con estas prácticas y virtudes:*
1. La oración, la meditación, la súplica.
2. Procurar siempre ver a Dios en la criatura.
3. Pensar, hablar y obrar con perfecta libertad respecto del mundo.
4. Ver en todo la mano de Dios providente.
5. Guardarse en fidelidad y humildad.