Don de la Piedad
El don de la piedad tiene su origen en el vocablo latino piĕtas, el concepto de piedad da nombre a la virtud que provoca devoción frente a todo lo que guarda relación con cuestiones santas y se guía por el amor que se siente hacia Dios. También se trata de la virtud que se traduce en acciones impulsadas por el amor y respeto que se siente hacia los padres y los padres a los hijos y la compasión hacia el prójimo, es el sexto don del Espíritu Santo de una forma ascendente.
El don de la piedad, es un don que, procedentes de Cristo ascendido, Cabeza de la iglesia, son distribuidos por el Espíritu Santo. Todos los creyentes, habiendo recibido la unción del Espíritu. (Ap. 1:6; 2 Co. 1:21; 1 Jn. 2:20, 27), son receptores de los dones del Espíritu (o dones espirituales), que son capacidades sobrenaturales concedidas a cada creyente, en vista del servicio y función que tienen dentro del cuerpo de Cristo (1 Co. 12:7, 11).
El don de la piedad sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y arrogancia y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.
El don de la piedad nos infunde también un sentimiento de ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, que se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo: “Envió Dios a su Hijo… para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, también herederos por gracia de Dios(Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15).
La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su Corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano «piadoso» siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna y amorosa con el padre.
El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos malestares de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia y de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor y el servicio con generosidad al prójimo.
Y como dijo el Papa Francisco, en su audiencia en la Plaza de San Pedro el 04 de junio de 2014, “Es necesario aclarar inmediatamente que este don de la piedad, no se identifica con el tener compasión de alguien, tener piedad del prójimo, sino que indica nuestra pertenencia a Dios y nuestro vínculo profundo con Él, un vínculo que da sentido a toda nuestra vida y que nos mantiene firmes, en comunión con Él, incluso en los momentos más difíciles y tormentosos.
Este vínculo con el Señor no se debe entender como un deber o una imposición. Es un vínculo que viene desde dentro. Se trata de una relación vivida con el corazón: es nuestra amistad con Dios, que nos dona Jesús, una amistad que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo, de alegría. Por ello, ante todo, el don de piedad suscita en nosotros la gratitud y la alabanza. Es esto, en efecto, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos caldea el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración. Piedad, por lo tanto, es sinónimo de auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de esa capacidad de dirigirnos a Él con amor y sencillez, que es propia de las personas humildes de corazón.
Queridos amigos, en la Carta a los Romanos el apóstol Pablo afirma: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abba, Padre!”» (Rm 8, 14-15). Pidamos al Señor que el don de su Espíritu venza nuestro temor, nuestras inseguridades, también nuestro espíritu inquieto, impaciente, y nos convierta en testigos gozosos de Dios y de su amor, adorando al Señor en Espíritu y verdad y también en el servicio al prójimo con mansedumbre y con la sonrisa que siempre nos da el Espíritu Santo en la alegría.