Don del Consejo
Don del Consejo: Es el don de saber discernir los caminos y las opciones, de saber orientar y escuchar. Es la luz que el Espíritu nos da para distinguir lo correcto e incorrecto, lo verdadero y falso. Sobre Jesús reposó el Espíritu Santo, y le dio en plenitud ese don, como había profetizado Isaías: “No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas. Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra” (Is 11, 3-4).
Dice el Señor por Isaías: «no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos» (55,8). En efecto, la lógica del Logos divino supera de tal modo la lógica prudencial del hombre que a éste le parece aquélla «escándalo y locura», y solamente para el hombre iluminado por el Espíritu es «fuerza y sabiduría de Dios» (1Cor 1,23-24).
Siendo, pues, tan inmensa la distancia entre el pensamiento de Dios y el de los hombres, se comprende bien que en las páginas antiguas de la Biblia, especialmente en los libros sapienciales y en los salmos, se hallen innumerables elogios del don de consejo, que hace captar con prontitud y certeza los misteriosos designios divinos, en sus aspectos más concretos. Por eso en la Escritura la fisonomía del hombre santo, grato a Dios, es la del hombre lleno de discernimiento y de prudencia, mientras que la figura del pecador es la del hombre necio e insensato:
«El buen juicio es fuente de vida para el que lo posee, pero la necedad es el castigo de los necios» (Prov 16,22; +8,12; 19,8). «El que se extravía del camino de la prudencia habitará en la Asamblea de las Sombras» (21,16).
Por tanto, el buen juicio, que permite orientar la propia vida por el misterioso camino de Dios, sin desvío ni engaño alguno, ha de ser buscado como un bien supremo. Y así el padre aconseja al hijo: «sigue el consejo de los prudentes y no desprecies ningún buen consejo» (Tob 4,18). «Escucha el consejo y acepta la corrección, y llegarás finalmente a ser sabio» (Prov 19,20).
El buen consejo ha de ser pedido a Dios humildemente. Si, como hemos visto, es tal la distancia entre los pensamientos y caminos de Dios y los pensamientos y caminos de los hombres, sólo como don de Dios será posible al hombre el buen consejo; es decir, sólo por la oración de súplica y por la docilidad incondicional al Espíritu divino conseguirá el hombre el buen juicio siempre y en todas las cosas:
«No hay sabiduría, ni inteligencia, ni consejo [humanos que valgan] delante del Señor» (Prov 21,30). «Suyo es el consejo, suya la prudencia» (Job 12,13). Por tanto, supliquemos incesantemente: Señor, «envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada» (Sal 43,3). Señor, «yo siempre estaré contigo, tú has tomado mi mano derecha, me guías según tus planes, y me llevas a un destino glorioso» (73,23-24). Me guías muchas veces, eso sí, por caminos que ignoro, pues, como dice San Juan de la Cruz, «para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes».
El buen consejo ha de ser buscado en la Palabra divina:«lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 118,105); y también en el discernimiento de los varones prudentes. El Señor, por ejemplo, quiso mostrar su designio a Pablo por medio de Ananías (Hch 9,1-6); y lo mismo en tantos otros casos.
El buen consejo es imposible si los ojos del corazón están sucios por el pecado: «si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras» (Mt 6,22-23). Será, pues, el fuego del Espíritu Santo el que purifique y queme toda escoria en nuestros corazones, y el que los ilumine plenamente con la luz del consejo divino. Sólo así, por el don espiritual de consejo, podremos ser «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16).
El don de consejo, el discernimiento de espíritus, que tanto importa para la conducción de uno mismo, es particularmente importante para el gobierno pastoral y para la dirección espiritual de otros. Y así aparece aludido ya en los primeros escritos apostólicos.
«Pido [a Dios] que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento y en toda discreción (aísthesis), para que sepáis discernir lo mejor y seáis puros e irreprensibles en el Día de Cristo» (Flp 1,9-10). «Amadísimos, no creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus, para saber si proceden de Dios» (1Jn 4,1).