Preparación para la recepción del Espíritu Santo
Después de su Resurrección, Cristo se ocupó durante cuarenta días en fortalecer a sus discípulos, otorgarles poder y autoridad a sus apóstoles, prevenirlos de sus enemigos, demostrarles su poder, asegurarles su asistencia y muy importante, prepararlos a la recepción del Espíritu Santo.
El mandato del Señor Jesús a sus apóstoles en el sentido de permanecer en espera del Espíritu Santo, más la promesa que Él mismo haría de volver un día lleno de poder y majestad, fue tal el impacto que produjo en los primeros cristianos que se dedicaron del todo a la oración y descuidaron las cosas temporales hasta que los apóstoles los sacaron de su error.
La Iglesia se prepara a recibir el Espíritu Santo
La naciente iglesia se integraba en aquel momento con menos de cien personas, siendo la Virgen María el centro del grupo que se dedicaba con ahínco a prepararse individual y comunitariamente a la recepción de aquella misteriosa “Promesa del Padre” anunciada por el Señor Jesús: “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo Espíritu en compañía de algunas mujeres de María la madre de Jesús y de sus hermanos” (Hech. 1,14).
La infusión del Espíritu Santo
En este ambiente de comunidad eclesial, incipiente pero integral, unidos sus miembros con un profundo sentido de responsabilidad y amor, la Iglesia recibió el bautismo prometido del Espíritu Santo: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hech. 2,1-4).
El Espíritu engendra a la vida de la gracia
Más que un simple “maestro interior”, el Espíritu Santo es el principio de una vida propiamente divina, en cuanto que Él nos comunica la suya que es la de Dios: “En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para caer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rom. 8,14-15).
Realización en el Espíritu
Pero no solo es el Paráclito para nosotros garantía de filiación, sino que además es el realizador de esa filiación, nuestro inspirador y guía: “El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer, pues solo espiritualmente pueden ser juzgadas. En cambio, el hombre de espíritu lo juzga todo; y a él nadie puede juzgarle. Porque ¿Quién conoció la mente la mente del Señor para instruirle? Pero nosotros tenemos la mente de Cristo” (1 Cor. 2,14).
Condición para que el Espíritu hable
Todo lo dicho sucede en nosotros a condición de que el Espíritu Santo tome posesión de nosotros como habitación suya, lo que significa que debemos rechazar y expulsar de nuestra vida todo lo que no es santo: “No todos el Espíritu que se manifiesta es de Dios; y no todo el anuncio es de parte de Dios. Juzgadlos por la medida de lo que se dice: ¿es la buena voluntad que me tiene que venga de Dios, o es que mi sufrimiento que viene de enemigos?” (1 Jn. 4,1-3).