La promesa del Espíritu Santo
Después de su Resurrección Cristo se ocupó durante cuarenta días en fortalecer a sus discípulos, otorgarles poder y autoridad a sus apóstoles, prevenirlos de sus enemigos, demostrarles su poder, asegurarles su asistencia y muy importante, prepararlos a la recepción del Espíritu Santo.
“Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. «Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto.» Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.” (Lc. 24,45-53).
El mandato del Señor Jesús a sus Apóstoles en el sentido de permanecer en espera del Espíritu Santo más la promesa que ÉL mismo habrá de volver un día lleno de poder y majestad. Fue tal el impacto que produjo en los primeros cristianos la idea del inminente retorno del Señor que se dedicaron del todo a la oración y descuidaron las cosas temporales hasta que los Apóstoles los sacaron de su error. (II Tes. 3,7-10).
*La Iglesia se prepara a Recibir al Espíritu Santo.*
La naciente iglesia se integraba en aquel momento con menos de cien personas, siendo la Virgen María el centro del grupo que se dedicaba con ahínco a prepararse individual y comunitariamente a la recepción de aquella misteriosa “Promesa del Padre” anunciada por el Señor Jesús. “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo Espíritu en compañía de algunas mujeres de María la madre de Jesús y de sus hermanos. (Hech. 1,14)”.
*La Infusión del Espíritu Santo.*
En este ambiente de comunidad eclesial, incipiente pero integral unidos sus miembros con un profundo sentido de responsabilidad y amor la Iglesia recibió el bautismo prometido del Espíritu Santo: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”. Hech. 2,1-4. La recepción del Paráclito por los primeros miembros de la Iglesia produjeron efectos de asombro que maravillaron por igual a los que lo recibieron y a los que estaban en los alrededores. Dones como el de Lenguas, profetizar y hacer milagros son espectaculares y otros no muy perceptibles. Todos son otorgados para bien individual y colectivo para construir en el hombre y en la Iglesia el Reino de Dios conforme a la promesa de la Asistencia del Espíritu Santo en su caminar a través de los tiempos. (Mt. 16,18)
*El Espíritu Engendra a la Vida de la Gracia.*
Más que un simple “maestro interior” el Espíritu Santo es el principio de una vida propiamente divina, en cuanto que ÉL nos comunica la suya que es la de Dios. “En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibistes un espíritu de Esclavos para caer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar ¡Abbá, Padre!” (Rom. 8,14-15). Esta filiación que realiza en nosotros el Espíritu Santo obra el prodigio de insertarnos en la familia Divina. (Rom. 8,16-17). El mismo Espíritu Santo se constituye en garantía para que creamos que somos hijos de Dios y coherederos con Cristo.
*Realización en el Espíritu.*
Pero no solo es el Paráclito para nosotros garantía de filiación, sino que además es el realizador de esa filiación es nuestro inspirador y guía. “El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer pues solo espiritualmente pueden ser juzgadas. En cambio, el hombre de espíritu lo juzga todo; y a él nadie puede juzgarle. Porque ¿Quién conoció la mente la mente del Señor para instruirle? Pero nosotros tenemos la mente de Cristo (1 Cor.2,14). Así como Cristo se dejó guiar por el Espíritu, nosotros imitándole debemos dejarnos conducir por el Espíritu, único camino para entender las cosas de Dios y aficionarnos a ella. El Divino Espíritu luz de nuestra inteligencia y fuego de nuestro corazón obra en nosotros por medio de sus dones gratuitos, carismas y frutos gratuitos para nuestro beneficio y servicio a la comunidad.
*Condición Para que El Espíritu habite.*
Todo lo dicho sucede en nosotros a condición de que el Espíritu Santo tome posesión de nosotros como habitación suya, lo que significa de nuestra parte rechazo y expulsión de todo lo que no es santo. (1 Cor. 3,16-17). El Apóstol San Juan nos advierte de los peligros que puede acarrearnos la falta de precaución en el discernimiento de los espíritus: No todo espíritu es de Dios, ni toda inspiración nos lleva por motivación del Paráclito. (1 Jn. 4,1-3).