Hijo único de Dios.
Hijo único de Dios
En un momento establecido por Dios, el Hijo único del Padre, el Verbo eterno, la Palabra Eterna se hizo hombre
La confesión de Jesús como Cristo supera todas las expectativas mesiánicas de Israel y de cualquier hombre. Jesús de Nazaret, el Mesías, es el Hijo de Dios. Si Jesús no sólo ama, sino que es amor, es porque El es Dios, el único ser que es amor (1Jn 4,8.16). La radical mesianidad de Jesús supone la filiación divina. Sólo el Hijo de Dios es el Cristo. No hay otro nombre en el que podamos hallar la salvación (He 4,12). Como dirá San Cirilo de Jerusalén a los catecúmenos:
Quienes aprendieron a creer «en un solo Dios, Padre omnipotente» deben creer también «en su Hijo Unigénito», porque «quien niega al Hijo no posee al Padres (1 Jn 2,23). Dice Jesús: «Yo soy la puerta» (Jn 10,9), «nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,16); si, pues, niegas a la puerta, te cierras el acceso al Padre, pues «ninguno conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo revele». Pues si niegas a aquel que revela, permanecerás en la ignorancia. Dice una sentencia de los Evangelios: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él» (Jn 3,36)8.
Mediante el Hijo del Padre, recibimos la reconciliación con Dios (Rom 5,10), la salvación y el perdón de los pecados (Col 1,14) y nos hacemos también nosotros hijos de Dios:
Pues, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban b ajo la ley, a fin de que recibiéramos- la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo: y si hijo, también heredero por voluntad de Dios (Gál 4,4-7).
el Apóstol Pablo afirmará con vigor que su evangelio no es otra cosa que el anuncio de esta buena nueva: Jesús es el Hijo de Dios (Rom 1,3), que enviado por el Padre murió por nosotros para hacernos conformes a El y, así, participar de su vida filial (Rom 8,3.29-32). Y Juan concluirá su Evangelio con la misma confesión: Estos signos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyéndolo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31).
441 Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (cf. Dt 32, 8; Jb 1, 6), al pueblo elegido (cf. Ex 4, 22;Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (cf. Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus reyes (cf. 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey-Mesías prometido es llamado «hijo de Dios» (cf. 1 Cro 17, 13; Sal 2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (cf. Mt 27, 54), quizá no quisieron decir nada más (cf. Lc 23, 47).
442 No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16) porque Jesús le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padreque está en los cielos» (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: «Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles…» (Ga 1,15-16). «Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios» (Hch 9, 20). Este será, desde el principio (cf. 1 Ts1, 10), el centro de la fe apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).
443 Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús ha respondido: «Vosotros lo decís: yo soy» (Lc 22, 70; cf. Mt 26, 64; Mc 14, 61). Ya mucho antes, Él se designó como el «Hijo» que conoce al Padre (cf. Mt 11, 27; 21, 37-38), que es distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo (cf. Mt 21, 34-36), superior a los propios ángeles (cf. Mt 24, 36). Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre» (cf. Mt 5, 48; 6, 8; 7, 21; Lc 11, 13) salvo para ordenarles «vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro» (Mt 6, 9); y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).
444 Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el Bautismo y la Transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado» (Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (cf. Jn 10, 36). Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios» (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».
445 Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 4; cf. Hch 13, 33). Los apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad «(Jn 1, 14).