Las 7 Iglesias Paulinas, 2da parte
La ciudad de Corinto, enclavada en el istmo de su nombre, con dos puertos, uno en el mar Egeo y otro en el Adriático, era la capital de la provincia romana de Acaya y una de las ciudades comerciales más importantes de todo el Mediterráneo. Tenía una abigarrada población donde confluían una gran variedad de religiones, y era también célebre por su degradación moral.
La iglesia de Corinto fue fundada por San Pablo, con la colaboración de Silas y Timoteo, en el año 50 ó 51, durante su segundo viaje apostólico (años 50-53; cfr Hch 18,1-18). Allí estuvo enseñando el Apóstol durante más de año y medio. En el tercer viaje apostólico (años 53-58) es probable que, tras escribir desde Éfeso la Primera Carta a los Corintios, hiciera una breve visita a la ciudad del istmo (cfr 2 Co 1,15-24). En esta ocasión, Pablo o alguno de sus colaboradores debió de ser objeto de alguna ofensa grave (cfr 2 Co 2,5-11). Más tarde, después de que los corintios hubiesen recibido la Segunda Carta a los Corintios, pasó con ellos el invierno del 57 al 58 (cfr Hch 20,1-3).
La comunidad cristiana de Corinto, a juzgar por los datos que Pablo suministra en sus cartas, debió de ser, entre las fundadas por él, una de las más grandes en cuanto al número de fieles. Parece que en ella predominaban los cristianos provenientes del paganismo. La mayoría eran personas sencillas, aunque no faltaban cristianos doctos y otros de posición desahogada. También debía de haber un considerable grupo de mujeres. Una comunidad, en fin, que abarcaba ámbitos de la sociedad muy amplios, pero que vivía inmersa en un ambiente difícil dada la degradación moral de la ciudad.
La atmósfera cultural y moral de Corinto afectaba a los cristianos. Por una parte, no podían dejar de comparar a los predicadores del Evangelio con la multitud de maestros y filósofos griegos que había en la ciudad; por otra, no estaban libres de la tentación de identificar el Evangelio con la sabiduría griega. Las noticias que por distintos medios -Apolo (1 Co 16,12), los de Cloe (1 Co 1,11)- le llegan a San Pablo, que está en Éfeso, le mueven a escribir la Primera Carta a los Corintios en la primavera del año 57. En ella, las dificultades surgidas en aquella comunidad se afrontan a la luz del Evangelio, Evangelio que Pablo había recibido por revelación divina (cfr 2, 10) y cuya formulación le había sido dada por la Iglesia: que Cristo murió por nuestros pecados y resucitó según las Escrituras (cfr 15,1-5). El problema de las divisiones en la comunidad de Corinto radicaba en que interpretaban el Evangelio al modo de una sabiduría humana, juzgando su eficacia por la elocuencia del predicador. Pablo les escribe poniendo de manifiesto que la salvación no viene por esa sabiduría, sino por Jesucristo, muerto en la cruz (cfr 1,22-23). Sólo en Cristo se encuentra la verdadera sabiduría y la salvación (cfr 1,30).
Junto a otros problemas que Pablo aborda en esta carta, como el caso del incestuoso (5,1-13), el recurso por parte de los cristianos a los tribunales paganos (6,1-11), el matrimonio y la virginidad (7,1-40), la licitud o no de comer la carne de los mercados que había sido inmolada a los ídolos (8,1-10,33), y el orden en las asambleas litúrgicas, institución de la eucaristía y los carismas (11,1-14,40), el Apóstol trata otro tema en el que algunos seguían afectados por el pensamiento griego: la resurrección de los muertos (15,1-58). Parece que aquellos cristianos entendían la resurrección como algo ya acontecido en el ámbito espiritual -las manifestaciones carismáticas serían prueba de ello- sin que hubiera que esperar la resurrección del cuerpo. La respuesta de Pablo es tajante: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; pero si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe, todavía estáis en vuestros pecados. (…) Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primer fruto de los que mueren» (15,16-20).
En la Segunda Carta a los Corintios, escrita poco después, en el otoño del 57, se hace alusión a algunas reacciones negativas a la primera carta surgidas en aquella comunidad. Pablo se fija sobre todo en las relaciones entre el evangelizador, el Evangelio y los evangelizados. Al evangelizador, la fuerza le viene del Evangelio; a los evangelizados el Evangelio les ha de llevar a la reconciliación con Dios y con el Apóstol, pues «todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos confirió el ministerio de la reconciliación. (…) En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios» (5,18-20). No hay que descartar la hipótesis de que en esta carta conocida como Segunda a los Corintios se encuentren incorporadas de alguna manera al menos dos cartas que Pablo dirigiera a aquella comunidad: la conocida como la «carta de las lágrimas» (caps. 10-13; cfr 2,4), en la que el Apóstol corrige a quienes le han ofendido, y otra en la que se percibe de nuevo la buena armonía de Pablo y los corintios (caps. 1-9).
Las Cartas a los Corintios constituyen un tesoro inagotable para el conocimiento de la figura de San Pablo y de muchos aspectos de la doctrina cristiana: en ellas están contenidas la audaz apología de su ministerio (1 Co 1-4; 2 Co 11-13), la doctrina sobre el Cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Co 12,12-27), el himno a la caridad (1 Co 13,1-13), etc.
*IGLESIA DE GALACIA.*
Galacia era una región interior de Asia Menor que se corresponde con la planicie de la parte central de la actual Turquía. En tiempos de San Pablo la provincia romana que recibía ese nombre se extendía hacia el sur y abarcaba también los territorios de Licaonia, donde se encontraban cuatro ciudades muy conocidas por el libro de los Hechos de los Apóstoles: Derbe, Listra, Iconio y Antioquía de Pisidia. En su primer viaje apostólico (años 45-49) Pablo había entrado en contacto con los habitantes de Galacia, al evangelizar el sur de la provincia. Pero fue sobre todo en su segundo viaje (años 50-53), cuando predicó directamente entre ellos (Ga 4,13; Hch 16,1-8), tal vez porque una enfermedad le obligó a detenerse allí algún tiempo. La acogida fue sumamente cordial y entrañable (Ga 4,14). El mismo Apóstol estuvo allí de nuevo el año 53 ó 54 (Hch 18,23).
Sin embargo, también llegaron allí algunos judeocristianos aferrados a sus tradiciones nacionales y religiosas, que querían poner el fundamento de la salvación del hombre en el cumplimiento de las obras de la Ley de Moisés. Es probable que algunos de esos «falsos hermanos» (Ga 2,4) quisieran corregir la doctrina de San Pablo en las comunidades cristianas fundadas por él en su segundo viaje apostólico (Hch 16,6), como ya habían hecho antes del Concilio de Jerusalén. No sabemos exactamente quiénes eran. Lo cierto es que constituían una amenaza constante y que presionaban a los mismos Apóstoles, pues en Antioquía habían inducido a la simulación al mismo Simón Pedro (Ga 2,11-14).
Al enterarse del peligro de los judaizantes, Pablo escribe a los gálatas esta carta que ha sido definida justamente como un grito de amor y de dolor. Fue escrita muy probablemente en Éfeso hacia el año 54/55, y resulta ser el mejor comentario a las conclusiones del Concilio de Jerusalén (cfr Hch 15,23-29), donde se había decidido que los cristianos procedentes de la gentilidad no estaban obligados a vivir las prescripciones judaicas.
El tema principal de la carta es la doctrina de la libertad de los cristianos respecto al cumplimiento de las complejas prescripciones de la Ley mosaica y de los complementos añadidos por la tradición de los escribas. Pablo proclama que sólo Cristo tiene poder para justificar y salvar, y que, por tanto, quien predique otro evangelio, transformando el Evangelio de Cristo, debe ser considerado anatema (cfr 1,4-5,8). Para los judaizantes la identidad cristiana, la pertenencia al verdadero Israel, requería la circuncisión (cfr 5,2). San Pablo reacciona con fuerza contra tal concepción, casi con vehemencia: el hombre -viene a decir- es justo para Dios sólo por la fe en Jesucristo. La identidad cristiana radica en ser hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús (3,26-29). La obra de la salvación ha consistido en que «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!» (4,4-6). Ahí radica la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios, pues *“para esta libertad, Cristo nos ha liberado”* (5,1). La vida cristiana se desarrolla en la libertad, sobre el fundamento de la filiación divina y la fe en Jesucristo muerto y resucitado (cfr 5,24). Los cristianos vivimos según el Espíritu, y actuamos también según el Espíritu (5,25), que produce en nosotros sus frutos (cfr 5,22-23).