La ascensión del Señor
Dice el Catecismo de La Iglesia Católica:
661 Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre»: Cristo (cf. Jn 16,28). «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la «Casa del Padre» (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino» (Prefacio de la Ascensión del Señor, I: Misa Romano)
Jesús tiene el poder, sobre el cielo y la tierra. Sólo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre»: Cristo (cf Jn 16, 28).
«Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Antes de irse, les confirma en la misión apostólica: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15): “Jesús se ha ido a los cielos, decíamos. Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía, tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse en su celo apostólico, para hacer con El un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la alegría. Servir, pues: el apostolado no es otra cosa. Si contamos exclusivamente con nuestras propias fuerzas, no lograremos nada en el terreno sobrenatural; siendo instrumentos de Dios, conseguiremos todo: todo lo puedo en aquel que me conforta. Dios, por su infinita bondad, ha dispuesto utilizar estos instrumentos ineptos. Así que el apóstol no tiene otro fin que dejar obrar al Señor, mostrarse enteramente disponible, para que Dios realice -a través de sus criaturas, a través del alma elegida- su obra salvadora” (San Josemaría).
¿Cómo puede irse y quedarse al mismo tiempo? Este misterio lo explicó nuestro Benedicto XVI: «Y, dado que Dios abraza y sostiene a todo el cosmos, la Ascensión del Señor significa que Cristo no se ha alejado de nosotros, sino que ahora, gracias al hecho de estar con el Padre, está cerca de cada uno de nosotros, para siempre». Dejada a sus fuerzas: naturales, la humanidad no tiene acceso a la «Casa del Padre» (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino» (Prefacio de la Ascensión). Pero ahora tenemos la presencia de Cristo, que está con nosotros para continuar su obra: «El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene -no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado- de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica.
«Después los sacó hacia Betania, y levantando las manos los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos subiendo hacia el cielo» Lucas 24,46. El triunfo de Jesús ha sido su admirable Resurrección, que pedagógicamente se desglosa en tres fases: la resurrección, que es la victoria sobre la muerte; la Ascensión, que es la exaltación de su humanidad resucitada; y la misión del Espíritu Santo, que es la culminación del misterio de la Encarnación.
«Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo». Jesús ha entrado en una nueva manera de existir. Cuando los discípulos están esperando contemplar su presencia corpórea y visible, «dos hombres vestidos de blanco, les dijeron: “Galileos”, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?».
Desde hoy su presencia en el mundo será distinta; será una presencia múltiple y misteriosa. El mismo nos ha dicho que Él se va, pero vuelve (Jn 14,28). «No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,18). Su presencia entre nosotros no será física y visible, pero será real, según sus palabras: «Yo estaré con vosotros todos los días». «Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre». «Lo que hagáis a uno de estos pequeños a mí me lo hacéis». «Donde dos o más estén reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos». Todas realidades misteriosas.
Va a comenzar la presencia del amor. Los que se aman, aunque estén distantes, pueden a la vez llevar en sí una presencia de los amados, muy real y unitiva. Viven compenetrados y participan de los sucesos, dolorosos o gozosos, que acontecen a cada uno de ellos, interior o exteriormente y están seguros de la fidelidad mutua, dentro de su misma libertad. Esta presencia enamorada puede explicarnos la presencia de Cristo con nosotros.
Cristo además, se va al Padre: «Si me amarais, os alegraríais de que me vaya al Padre» (Jn 14,27). Cristo Hombre va al Padre, se sumerge en el Padre, en el seno del Padre, en la llama de Amor Viva del Padre, de la que como Dios, nunca se separó: «Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre». Y como Cabeza de la humanidad lleva consigo a todos los miembros, nosotros. Y así está también presente en nosotros y nosotros en El. «En El vivimos, nos movemos y existimos»: «Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros» (Jn 14,20).
El libro del Apocalipsis representa el trono de Dios rodeado de los cuatro Vivientes, que representan a la creación, y de los veinticuatro Ancianos con vestiduras blancas, que representan al Antiguo y al Nuevo Pueblo de Dios. Delante del trono aparece Jesucristo en la alegoría de un “Cordero en pie, como degollado”. “En pie”, o sea, vivo, resucitado. “Como degollado”, conservando las cicatrices de su inmolación, resaltando los dos aspectos del misterio pascual: Cristo muerto y resucitado. Cuando Jesucristo, Cordero vencedor de la muerte, se acerca al trono del Padre y se sienta a su derecha, resuena en el cielo un himno solemne: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria, la potencia por los siglos de los siglos. Y los Ancianos cayeron rostro en tierra, y se postraron ante el que vive por los siglos de los siglos” (5,11).
La ascensión es día de gloria para el Hijo de Dios hecho hombre, y para todo el género humano. Hoy el hombre llega a su suprema realización. Uno de los nuestros, el hermano mayor, ha entrado en el cielo y se ha sentado a la derecha de Dios. Nuestra frágil naturaleza ha sido elevada a la dignidad más sublime, ha sido introducida en la vida íntima de Dios. El pecado y la muerte han sido vencidos en Cristo, nuestra Cabeza. En nosotros, sus miembros, continúa la lucha, pero con garantía de victoria. Lo expresa la oración de la misa de hoy resumen de una frase de san León Magno: “La ascensión del Hijo es también nuestra elevación, y a la gloria donde ha llegado nuestra Cabeza, tenemos la esperanza de llegar también nosotros como miembros de su Cuerpo”.
La ascensión contiene un gozoso mensaje para el hombre actual, que aspira a su realización, al despliegue integral de su personalidad, a llegar más lejos, a subir más alto, a ejercer su señorío sobre el universo. Estas nobles aspiraciones tienen su plena realización en Jesús, el Hombre nuevo, el Hombre perfecto, que ha devuelto al hombre “la imagen y semejanza de Dios” desfigurada por el pecado y la muerte. Cristo ha querido compartir con nosotros el sufrimiento y la muerte, pero también su victoria y su gloria junto al Padre: “Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo” (Jn 17,24). “Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Ap 3,21).
La Ascensión no se parece más a un adiós que a una verdadera fiesta. Se da una diferencia radical como la que hay entre desaparecer y marcharse. Jesús no se marchó, ni se ausentó, sino desapareció de la vista. Quien se va, ya no está; quien desaparece puede estar allí aún, aunque algo impide verle. En la ascensión Jesús desaparece de la vista de los apóstoles, pero para estar presente de otro modo, más íntimo, no fuera, sino dentro de ellos. Así como en la Eucaristía; mientras la hostia está fuera la vemos, la adoramos; al comulgar no la vemos, ha desaparecido, pero está dentro de nosotros. Cristo se queda presente en la Eucaristía, Cuerpo y Sangre, ofrenda y don suyo, anticipación de su muerte por el mundo, la prueba mayor del amor entregado. Y vive en nosotros, su presencia palpita en nosotros: «El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él».
Se ha inaugurado una presencia nueva y más fuerte. Pero si Jesús ya no está visible, ¿cómo conocerán las personas para conocer su presencia? Jesús quiere hacerse visible a través de sus discípulos: «Vosotros sois testigos de estas cosas» (Lc 24, 48). Ese «vosotros» señala a los apóstoles que han vivido con Jesús. Después de los apóstoles, este testimonio oficial pasa a sus sucesores, los obispos y los sacerdotes. Pero también a todos los bautizados y los creyentes en Cristo. Leemos en el Concilio – debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y señal del Dios vivo. (Lumen gentium 38).
Afirmó Pablo VI: “El mundo tiene necesidad de testigos más que de maestros”. Ser maestro es relativamente fácil, bastante menos ser testigo. En el mundo bullen los maestros, verdaderos o falsos, pero escasean los testigos. Los hechos, dicen los ingleses, hablan con más fuerza que las palabras. El testigo es el que habla con su vida. Unos padres creyentes deben ser, para los hijos, los primeros testigos de la fe. Muchos niños reciben la primera comunión. Una madre o un padre creyentes pueden ayudar a su hijo a repasar el catecismo. ¡Hacen algo bellísimo! Pero ¿qué pensará el niño si después de todo lo que los padres han dicho en esa preparación, después no van a Misa los domingos, y nunca se santiguan, ni rezan? Han sido maestros, no testigos. Teresita del Niño Jesús dice de su padre: Verle rezar era ver cómo rezaban los santos. El testimonio de los padres no debe limitarse a la primera comunión o de la confirmación de los hijos. Con su modo de corregir y perdonar al hijo y de perdonarse entre sí, de hablar con respeto de los ausentes, de comportarse ante un necesitado que pide limosna, en la conversación que tienen en presencia de los hijos al oír las noticias del día, los padres tienen la posibilidad de dar testimonio de su fe. El alma de los niños es una cámara fotográfica: todo lo que ven y oyen de niños se les queda grabado y un día se revelará y dará sus frutos, buenos o malos
Cristo está también presente en la Iglesia, nacida de la Eucaristía y alimentada por ella, y de esa presencia deviene su fecundidad. Hasta ahora era él solo el que actuaba. Desde hoy, seréis vosotros los que actuaréis, ejercitando los poderes con que os ha enriquecido, prolongándole a él para llenar de Dios a toda la humanidad. Ese es el sentido de la pregunta de los hombres vestidos de blanco a los discípulos qué hacen mirando al cielo, cuando su tarea ha comenzado en la tierra que el Señor no ha abandonado, porque va a permanecer todos los días con ellos hasta el fin de los siglos ayudándoles el primero en la batalla fragorosa para dar a conocer y amar y a extender el Reino de su Padre (Mt 28,20).
«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos. Yo os enviaré el Espíritu Santo, que os revestirá de la fuerza de lo alto».
Todos los que hemos sido bautizados somos los llamados, vocacionados, a prolongar a Cristo, padeciendo y resucitando. El padecer está unido indisolublemente al resucitar. Y la fecundidad, unida al padecer de Cristo. Con el bautismo se le ha dado un corte al hombre viejo, y hemos recibido un injerto del hombre nuevo, hemos sido naturalizados en Dios. El bautismo es algo más que la inscripción en un registro. Es el nacimiento de un pequeño cristo que tiene que ir creciendo hasta llegar a la plenitud de la edad de Cristo (Ef 4,13). Para eso seguimos viviendo vida sacramental transfundida por los sacramentos.
Cristo no se ha ido pues, para desentenderse de los hombres, sino para multiplicar su presencia mediante sus cristianos, miembros de la Cabeza que, subida al cielo, nos envía al Espíritu que nos fortalece. Para eso, mientras Jesús estuvo con los discípulos les fue creando sacramentos: «Bautizad, Perdonad los pecados, Esto es mi Cuerpo, Haced esto en memoria mía».
No somos un partido político, sino una comunidad que vive vida sacramental. Somos un pueblo de hombres nuevos, llamados a vivir en el amor, como la Santa Trinidad. Con la Ascensión no se cierra el ciclo salvífico, sino que se nos da entrada a los hombres cristificados para extender su reino. Que no será tener una lista de nombres que asisten, sino crear una comunidad de hombres muertos y resucitados, nuevos, salvados. Jesús, al volver al Padre, lleva con El a la Iglesia, como Cabeza, a la humanidad, a la que llama a ser hija suya por la fe y la gracia mediante la palabra y los sacramentos, y a la creación salida de sus manos, que alcanza así la plenitud, el orden y la paz. Cristo subió a los cielos para tomar posesión del reino de su gloria; para enviar el Espíritu Santo a los Apóstoles y a su Iglesia; para ser en el cielo mediador e intercesor nuestro y prepararnos tronos de gloria: «Tenemos un sumo sacerdote extraordinario que ha atravesado los cielos, Jesús el Hijo de Dios, porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno probado en todo igual que nosotros, excluido el pecado. Acerquémonos, pues, con toda confianza al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y obtener la gracia de un auxilio oportuno» (Heb. 4, 14). La ascensión del Señor debe fomentar en nosotros de modo especial la virtud de la esperanza, puesto que El «subió a prepararnos un lugar en el cielo» (Jn. 14, 2). Este pensamiento está llamado a fortalecernos en las luchas y tentaciones de la vida recordándonos que «el compartir sus sufrimientos es señal de que compartiremos su gloria» (Rom. 8, 17)
Esa es la maravillosa tarea de la Iglesia: Crear y alimentar este pueblo, mediante el anuncio de la palabra y la celebración de la eucaristía, y la oración incesante, que nos da fuerza y energía para seguir realizando la misión trascendente, universal y bella, con la ayuda maternal de la Madre de la Iglesia, también subida al Cielo.