¿Porqué Dios permite el sufrimiento?
Hace poco vi en misa a una pareja de esposos con un niño tetrapléjico en silla de ruedas. Movía un poco la cabeza y se esforzaba muchísimo por mover sólo un poquito las manos y los pies. A pesar de la situación de ese niño, los padres estaban viviendo la misa de manera admirable, se veía que sentían realmente a Dios en sus vidas. Pensaba yo en la diferencia de mis preocupaciones, y las empezaba a ver diminutas y banales. ¡Qué preocupación sentiría yo si fuera ellos! Pensaría qué sería de la vida de ese niño si yo faltase. Sin embargo, ellos ahí, con su confianza sólida puesta en Dios. Yo me puse a pensar y me dije: “Yo no sé si creería en Dios viviendo una situación como esa.” Entonces, ¿estoy verdaderamente segura de que mi fe es auténtica?
Vivir circunstancias de ese tipo, y ser testimonio del amor de Dios verdaderamente nos pone a prueba. Me dije a mí misma: “Definitivamente, los héroes verdaderos de la humanidad no llevan capa.”
Aquellas personas me hicieron ver a Cristo amando su cruz, cargándola con humildad. ¡Qué inspiración para los que los rodean! ¡Qué soldados más fieles! Agradecí a Dios por haberme dado la oportunidad de verlos y poner a prueba mi fe. Me di cuenta de que la vida no tiene sentido si no la damos por los demás.
Aquella familia, me recordó la importancia de la reflexión en nuestras vidas. ¿Qué es lo que nos aleja de Dios?
Los seres humanos somos complejos, y a veces pensamos cosas muy contradictorias como: ¿Por qué Dios permite que suceda esta monstruosidad?… Y al mismo tiempo nos decimos: ¿Por qué si Dios es un Dios de amor existe el infierno?
Ambas respuestas están relacionadas. Dios es un Dios de amor, pero también de justicia. Escuché a un sacerdote una vez decir: “Debe existir el infierno para personas como Hitler, ¿podemos creer que se salió con la suya, y que ahí se ha terminado todo?”
Pero, al mismo tiempo Dios nos dice: “¡Oren por los que los persiguen!” Esa paz y tranquilidad que viene de nuestro Padre, no sólo alimenta el alma y le abre la puerta a la misericordia divina, sino que también aleja a los males de nuestra propia carne.
Somos seres libres en este mundo, y esa libertad ha traído consecuencias. Muchas de nuestras enfermedades son las causas de nuestros propios méritos. Me pongo a analizar por ejemplo a los pecados capitales, y veo cómo ellos pueden ser las raíces de nuestra falta de salud: la ira, la gula, la lujuria… Como decía San Felipe Neri: “Muchas veces los hombres son los carpinteros de sus propias cruces.” En los casos opuestos, cuando estamos libres de culpa como Cristo, Él nos ha mostrado que estos pesares deben ser entregados al Padre con humildad, aun sin entenderlos: “Padre, por qué me has abandonado?” Esto nos muestra que no hace falta entenderlo todo. Y seguidamente Jesús exclama: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”… Jesús nos guía a entregarnos al Señor.
Una abeja no entenderá el proceso químico de la fabricación que realiza para la miel, pero sabe que es su función y lo realiza, siendo increíblemente vital.
¿Cómo pretendemos poder entender la magnitud de Dios en nuestros pequeñísimos cerebros, y querer ver las intenciones de un ser omnipotente? Esta visión corta nuestra no permite ver nuestras almas, y puede que nos haga olvidar de que la vida en este mundo no lo es todo; pero sí es importante para nuestro crecimiento, y para lograr hacernos merecedores del reino de nuestro Padre amado.
Todos sabemos que las cosas más difíciles cuestan, y muchas veces somos capaces de sacrificarnos por dietas, cirugías estéticas, deporte; pero cuando se trata de nuestras almas, que es lo que perdura en la eternidad, nos volvemos mezquinos.
Hermanos, podemos cambiarlo todo con Él a nuestro lado. Esforcémonos por ser como los cristianos de los primeros siglos que viajaban felices hacia los coliseos, sabiendo que serían devorados por las fieras, y no nos olvidemos las promesas de nuestro Señor: Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consuelo! (Mateo 5, 4)
Procuremos convertir esa preocupación en nuestra salvación. Si Dios permite que vivamos esas circunstancias dolorosas, es para bien. Y que ese bien sea alcanzado siendo muy ruidoso para que pueda llegar a oídos de todos los que nos rodean, y que les sirva de salvación también a ellos.